Las autoridades coloniales británicas dudaron. Hablaron de trámites, de recursos, de tiempos difíciles. Para esos niños, acostumbrados ya a que el mundo les cerrara la puerta, no era nada nuevo.
Entonces, un hombre decidió no mirar hacia otro lado.
Su nombre era Maharaja Jam Saheb Digvijaysinhji Ranjitsinhji Jadeja, gobernante de Nawanagar, en la actual Gujarat. Cuando supo que cientos de niños polacos necesitaban refugio, no pidió permisos ni hizo cálculos políticos. Simplemente dijo: “Tráiganlos”.
Y añadió algo más poderoso todavía: “Si nadie los quiere, yo sí”.
Los niños fueron llevados a Balachadi, cerca de Jamnagar. Allí no encontraron un campo de refugiados, sino un hogar. El maharajá los recibió como a hijos. Les dijo que ya no eran huérfanos, que ahora tenían un padre, y que su infancia no había terminado.
Durante seis años, Balachadi fue una pequeña Polonia en la India. Se enseñaba en polaco. Se comía comida polaca. Se celebraban fiestas polacas. El objetivo no era borrar su pasado, sino proteger su identidad mientras el mundo se desmoronaba.
El maharajá los visitaba, celebraba sus cumpleaños y se interesaba por sus sueños. Les devolvió algo que la guerra les había robado: la sensación de ser queridos.
Muchos de esos niños crecieron y se convirtieron en médicos, maestros, ingenieros y diplomáticos. Nunca olvidaron a la India ni al hombre que los salvó cuando nadie más quiso hacerlo.
Décadas después, Polonia lo honró como a un héroe nacional. En Varsovia existe una plaza con su nombre. Para quienes fueron aquellos niños, Jam Saheb no fue un gobernante extranjero.
Fue su padre.
Esta historia recuerda algo esencial: los imperios fallan, la burocracia duda, pero una sola persona puede elegir la humanidad.
En 1942, un rey indio salvó a 640 niños polacos no por obligación, sino por compasión. Y ese gesto sigue resonando, ochenta años después, como una de las lecciones más profundas del siglo XX.
De la red...
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