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sábado, 27 de diciembre de 2025

Eleanor Briggs y los motociclistas.

 

La noche en que una anciana protegió a 79 motociclistas.
Eleanor Briggs tenía 68 años y había vivido toda su vida en Hollister, Missouri.
A las 4:47 de la tarde, el cielo se volvió verde.
Ella sabía lo que eso significaba. Había visto ese color dos veces antes: la primera cuando un tornado destruyó el granero de su familia cuando era niña, y la segunda cuando otro tornado se llevó la vida de su esposo años después. Ese color no anunciaba lluvia. Anunciaba peligro.
Las sirenas llevaban varios minutos sonando cuando Eleanor vio las luces.
No eran faros de coches. Eran motocicletas.
Decenas de motos avanzaban con dificultad por la Ruta 76, luchando contra el viento que ya levantaba polvo, ramas y fragmentos de techo. Se detenían, dudaban, intentaban buscar refugio donde no lo había.
La granja de Eleanor estaba sola en medio del campo.
Vio a uno de los motociclistas caer. Vio a otros dos ayudarlo a levantarse mientras el cielo se oscurecía más. Y entendió algo muy simple: si no entraban en algún lugar, no saldrían vivos de esa tormenta.
Eleanor tocó la campana de hierro del porche con todas sus fuerzas y señaló hacia el granero.
Los motociclistas no preguntaron. Setenta y nueve motos entraron en el terreno.
Ella los condujo al sótano de hormigón bajo el granero, el único lugar capaz de resistir un tornado. Cerraron las puertas justo cuando el rugido del viento pasó por encima de ellos.
Durante minutos interminables, el suelo vibró y la estructura crujió.
Cuando todo quedó en silencio, Eleanor sacó café caliente y mantas.
Uno de los hombres vio una fotografía en la pared: un mecánico junto a una vieja motocicleta.
—¿Quién es? —preguntó.
—Mi esposo —respondió ella—. Murió hace años.
El hombre reconoció el nombre del taller. Contó una historia que Eleanor nunca había oído: su esposo había ayudado, décadas atrás, a unos motociclistas heridos cuando nadie más quiso hacerlo.
Había salvado a uno de ellos de perder una pierna.
La tormenta pasó. El granero quedó dañado. La casa también. Eleanor no tenía seguro.
Cinco días después, oyó motores de nuevo.
No eran setenta y nueve.
Eran cientos.
Tres centenares de motociclistas llegaron con camiones, herramientas, madera, materiales de construcción y dinero reunido por el club.
Repararon el techo. Reconstruyeron el granero. Pintaron la casa. Arreglaron las cercas.
Antes de irse, le dejaron el dinero para cubrir los impuestos y las facturas médicas.
—Tu esposo nos ayudó cuando nadie lo hizo —le dijeron—. Y tú nos salvaste la vida. Solo estamos pagando una deuda.
Desde entonces, Eleanor no volvió a estar sola en esa carretera.
A veces, los domingos, aún se detiene alguna moto frente a su granja.
No por necesidad.
Solo para preguntar si quiere café.
 
De la red... 

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