Me gustaba el ruido del mercado y la ropa fina. Un día, frente al crucifijo de San Damián, la voz fue clara como hierro:
. Miré paredes rotas y corrí por piedras. Era fácil construir muros; más difícil fue dejar que Dios me reconstruyera a mí. La humildad perseverante empezó cuando devolví el oro de mi padre, me quedé sin nada y gané un rumbo: ser pequeño para que el Altísimo hiciera algo grande.
. Miré paredes rotas y corrí por piedras. Era fácil construir muros; más difícil fue dejar que Dios me reconstruyera a mí. La humildad perseverante empezó cuando devolví el oro de mi padre, me quedé sin nada y gané un rumbo: ser pequeño para que el Altísimo hiciera algo grande.
No descubrí un atajo místico. Descubrí el trabajo sencillo: recoger piedras, pedir cal con respeto, cantar mientras cargaba. La ciudad se reía; yo volví mañana. Cuando los primeros hermanos llegaron, no les prometí grandezas: les mostré caminos, leprosos, escobas y salmos. La pobreza no fue desprecio del mundo: fue remedio contra el orgullo que quiere poseer hasta a Dios.
Me enviaron a hablar con lobos: aprendí que muchos son perros asustados; si les das pan y trato justo, bajan los colmillos. Me pidieron reglas: escribí pocas palabras y mucha vida. No vine a mandar; vine a obedecer. Cuando mi propia obra comenzó a hacerse “importante”, pedí volver al principio: nada mío, todo de Él.
Reparé capillas, sí. Pero más reparé la lengua, el juicio, la vanidad. Ahí se caen las casas de Dios. La perseverancia humilde fue cargar el balde cuando todos querían el trono; fue besar llagas cuando todos miraban lejos; fue alegrar el invierno con un “Laudato si’” que calentaba el aire.
No fue hazaña; fue fidelidad repetida.
De la red...
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