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miércoles, 17 de diciembre de 2025

Desmond Doss, su valor y su fe.


Ni un fusil. Ni una pistola. Ni siquiera un cuchillo.
Devoto adventista del séptimo día de Lynchburg, Virginia, Doss había hecho un voto que jamás rompería: salvar vidas, nunca quitarlas. Se definía como “cooperador de conciencia”: quería servir a su país, pero se negaba a matar.
Cuando llegó al entrenamiento básico en 1942, sus compañeros pensaron que era un cobarde. Se burlaban de él, lo hostigaban, le tiraban zapatos mientras él rezaba. Uno llegó a prometer que lo mataría en combate. Sus oficiales intentaron expulsarlo por “enfermedad mental”. Intentaron someterlo a un consejo de guerra por negarse a sostener un fusil.
Desmond Doss no se movió un centímetro.
Aun así lo enviaron al Pacífico, sirviendo como sanitario en el 307.º Regimiento de Infantería, 77.ª División de Infantería. En Guam y Filipinas, ganó Estrellas de Bronce por correr bajo el fuego para salvar a hombres heridos. Los soldados que antes lo despreciaban empezaron a respetarlo.
Y entonces llegó Okinawa.
El 5 de mayo de 1945 —un sábado, su día de reposo— al batallón de Doss se le ordenó tomar la Escarpa de Maeda, un acantilado escarpado de unos 120 metros que los estadounidenses llamaban “Hacksaw Ridge”. Los soldados japoneses estaban atrincherados en túneles y cuevas en la cima. Cuando 155 estadounidenses alcanzaron la cumbre, los japoneses abrieron fuego.
El resultado fue una masacre. Aproximadamente 75 hombres cayeron heridos. El resto tuvo que retirarse, bajando a trompicones por las redes de carga.
Los únicos estadounidenses que quedaron arriba fueron los heridos… y Desmond Doss.
Se negó a abandonarlos.
Durante horas, mientras la artillería explotaba a su alrededor y el fuego de ametralladora barría el terreno, Doss se arrastró de un herido a otro. Arrastró a cada uno hasta el borde del acantilado, los aseguró con una cuerda a modo de eslinga y los fue bajando hasta manos que esperaban abajo.
Uno a uno. Bajo fuego. Solo.
Entre cada rescate, repetía la misma oración: “Dios querido, déjame sacar a uno más.”
Esa noche salvó a 75 soldados. Más tarde, el propio Ejército concluyó que quizá no había tiempo para sacar a tantos, pero Doss sostuvo siempre su número.
Pero la historia no termina ahí.
Dos semanas después, el 21 de mayo, Doss estaba atendiendo a heridos durante un ataque nocturno cuando una granada cayó a sus pies. Intentó apartarla de una patada. Explotó, enviando metralla a sus piernas.
En lugar de llamar a otro sanitario —y poner a alguien más en peligro— Doss se vendó como pudo y esperó. Cinco horas. Solo. En la oscuridad. Mientras el fuego enemigo continuaba.
Cuando por fin llegaron los camilleros y empezaron a sacarlo, el grupo quedó atrapado bajo el ataque de un tanque enemigo. En el caos, Doss vio a otro soldado cerca, desangrándose y más grave que él.
Se dejó rodar de la camilla.
Se arrastró hasta el hombre. Le atendió las heridas. Y cedió su camilla para salvarle la vida al otro soldado.
Luego, mientras esperaba a que los camilleros regresaran, un francotirador le destrozó el brazo izquierdo de un disparo.
Lo que hizo Desmond Doss después es una parte que no aparece en la película nominada al Óscar Hasta el último hombre.
Doss tomó la culata de un fusil cercano —el mismo tipo de arma que se había negado a usar durante toda la guerra— y la ató a su brazo roto como férula. Luego se arrastró cientos de metros por terreno áspero, en pleno combate, hasta un puesto de socorro.
Sobrevivió.
El 12 de octubre de 1945, el presidente Harry Truman le colocó la Medalla de Honor a Desmond Doss.
Doss se convirtió en el primer objetor de conciencia de la historia de Estados Unidos en recibir la mayor condecoración militar del país.
Nunca disparó un tiro. Nunca llevó un arma. Salvó a 75 vidas con nada más que sus manos, su botiquín y su fe.
Los hombres que antes lo querían muerto se convirtieron en sus mayores defensores. Su oficial al mando, el capitán Jack Glover —que al principio había intentado sacarlo de la unidad— más tarde lo llamó “una de las personas más valientes que he conocido”.
Después de la guerra, Doss pasó años en hospitales recuperándose de sus heridas. La metralla y las lesiones lo dejaron con secuelas para el resto de su vida. Pero nunca se arrepintió de su servicio.
“Sentí que era un honor servir a mi país según los dictados de mi conciencia”, dijo.
Desmond Doss murió el 23 de marzo de 2006, a los 87 años. Fue enterrado en el Cementerio Nacional de Chattanooga.
Su historia demuestra algo que el mundo necesitaba ver: el mayor valor no está en el arma que llevas, sino en las convicciones que te niegas a abandonar… incluso cuando todos te dicen que estás equivocado.
Algunos héroes entran en la batalla con los rifles ardiendo.
Desmond Doss entró con las manos vacías y el corazón lleno… y se convirtió en el hombre más valiente del campo de batalla.
“Señor, ayúdame a sacar a uno más.”
Y lo hizo. Una y otra vez. Hasta que ya no quedó nadie a quien salvar.

De la red... 

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