"HE AQUI UN BUEN CRITERIO PARA MEDIR AL GENIO: OBSERVAD SI PROGRESA O SOLO DA VUELTAS EN TORNO A SI MISMO". SAMUEL TAYLOR COLERIDGE (1772-1834) POETA INGLES
Aportación de Ramón Figueroa.
Casi nadie se atreve a negar que la teoría darwiniana de
la evolución a través de la selección natural es una de las pocas
grandes teorías de todos los tiempos. Las palabras “Darwin” y
“evolución” aparecen en el índice de casi todos los libros de ciencias
naturales, filosofía o de historia de la ciencia. Que una teoría
sobreviva 150 años como la única explicación científica de uno de los
fenómenos más complejos que se conocen (la enorme diversidad de la vida
en la Tierra) debería ser suficiente para clasificarla como gran teoría.
De forma llamativa es también prácticamente la única gran teoría que se
ha visto calumniada, ridiculizada y (como si de pornografía se tratase)
ocultada a los escolares como si fuese algo peligroso o dañino. Pero
este bicentenario no es el de “El origen de las especies”, sino el del
nacimiento del hombre que lo escribió, así que hablemos un poco de él.
Charles Darwin nació el 12 de febrero de 1809 en Shrewsbury, (el mismo día en que nacía Abraham Lincoln
al otro lado del atlántico) una tranquila ciudad en plena campiña
inglesa. Fue desde el principio un chico tímido y sensible y como tantos
otros genios, nunca obtuvo notas brillantes. Destacaba por su enorme
curiosidad y capacidad de observación, pero fracasó en la carrera de
Medicina y cosechó el mismo resultado cuando se preparó para ser
clérigo. Pese a todo, entre suspenso y suspenso, cultivó una pasión
desaforada por la naturaleza y las amistades de John Stevens Henslow,
naturalista, y Adam Sedgwick, geólogo, personas que iban a tener una
gran ascendencia en la vida de Darwin.
El viaje del Beagle
Precisamente fue Henslow el que informó a un Darwin a
punto de cumplir los 22 años de que el capitán del Beagle (un barco
científico y de exploración de la marina británica) necesitaba un
naturalista que recopilase datos y observaciones sobre la fauna y flora
de un próximo viaje por el hemisferio sur. El puesto no incluía
retribución alguna y Darwin ni siquiera había finalizado sus estudios
universitarios; en nuestros días la palabra para describir las
funciones del barbilampiño Darwin habría sido la de “becario”. Tras
muchas dudas, terminó por enrolarse en la expedición.
El Beagle zarpó del puerto de Plymouth el 27 de diciembre
de 1831 y regresó al puerto británico de Falmouth el 2 de octubre de
1836. Casi 5 años de travesía en los que el pequeño velero dio la vuelta
al mundo con innumerables escalas. El joven Darwin tuvo la oportunidad
de visitar Cabo Verde, la selva brasileña, la pampa argentina, los
desiertos de sal de Perú, Tahití, los gigantescos arrecifes de coral del
Pacífico sur, Australia... antes de volver a casa. Recorrió el mundo,
alejado de la civilización y únicamente influenciado por los pocos
libros que cabían en su camarote y el contacto con el resto de la
tripulación. Científicamente, tuvo que trabajar completamente por su
cuenta y mancharse las manos con frecuencia. Por ejemplo, los famosos
pinzones de las Galápagos omnipresentes en los libros de texto de
Biología: él mismo cazaba los pájaros con su escopeta, él mismo los
disecaba, él los clasificaba y él los enviaba a Inglaterra. Como
confesaba a sus padres en su correspondencia, el viaje del Beagle fue
una mezcla de aventura y trabajo ordenado, metódico y a menudo,
desagradable.
Su segunda vida
Antes de zarpar había escrito al capitán del Beagle acerca del día en que regresasen del viaje “Entonces comenzará mi segunda vida y será como un nuevo nacimiento para el resto de mis días” Y
en efecto, lo fue. Cuando regresó, Darwin se encontró con que en su
ausencia, se había convertido en una pequeña eminencia del mundo
científico británico. Sus colecciones de flora y fauna eran apreciadas
por todos y se sucedieron los encuentros y cenas con la flor y nata de
los naturalistas de las islas. En 1838 le nombran secretario de la
Geological Society y se muda a Londres. Los eruditos aceptaron a aquel
joven de modales tímidos y voraz ansia de saber como uno de ellos, sin
sospechar que Darwin iba a provocarles más de un dolor de cabeza en el
futuro. Por aquellas fechas, Darwin se casa con su prima Emma Wedgewood.
Con la ingente cantidad de datos, especímenes y
reflexiones recogidas durante su viaje a bordo del Beagle, Darwin
comenzó una lenta y trabajosa labor de investigación, aún más hercúlea
desde que se manifestase una neurosis que le obligaba a guardar cama
“sin poder hacer nada un día de cada tres”. Darwin nunca fue un
urbanita, y la bulliciosa Londres tampoco era el lugar ideal para
investigar en el campo de la evolución y la historia natural. En
consecuencia, los Darwin se mudaron a Down House, en Kent, una gran casa
de campo no demasiado lejos de la metropolis pero que permitía a Darwin
trabajar tranquilamente. En esa casa vivió sus últimos 40 años, casi la
mitad de su vida, como una araña afable en el centro de una tela de
araña mundial, formada por la comunidad científica, gracias a la cual
acumuló una portentosa cantidad de conocimientos. Se carteó con todos y
para todo, desde cuestiones relativas a los percebes como a los
megaterios.
«Mi teoría»
Ya en su viaje a bordo del Beagle, Darwin había empezado a
vislumbrar la teoría de la evolución. La evolución en sí no era un
concepto nuevo, muchos antes que él se habían dado cuenta de que las
especies cambiaban, pero fallaban en dar una explicación convincente al
fenómeno y sobre todo, no asumían en su totalidad las consecuencias de
la idea. Darwin creía que todas las especies de la tierra descendían de
un sólo antepasado común y que la fuerza que empujaba los cambios, eran
los cambios en el medio: Ni Dios creó las especies una a una ni estas
cambiaban por voluntad divina.
Consciente de que tenía una bomba entre las manos,
recopiló durante largos años con la precisión de un psicópata todas las
pruebas e indicios que sustentasen “su teoría”. Sus amigos le apremiaban
a que publicase un primer resumen, pero Darwin seguía tozuda y
pacientemente enfrascado en cuestiones técnicas y formales, que hacían
imposible que su trabajo avanzase. Y pasó lo inevitable; que alguien se le adelantó.
En junio de 1858 recibió una carta de Alfred Rusell Wallace, un joven
naturalista que se encontraba investigando en las islas Molucas y que
resumía brevemente la teoría de la evolución por selección natural, a la
que había llegado por caminos y razonamientos idénticos a los de
Darwin.
«El origen de las especies»
Desolado, dio su apoyo al joven biólogo, pero comenzó un
trabajo frenético para publicar él mismo sus propias conclusiones,
mucho más avanzadas que las de Wallace. Así, en trece meses, luchando
contra su mala salud y en centenares de cuartillas garabateadas a toda
velocidad consiguió tener listo “El origen de las especies”, una
síntesis del trabajo que le había absorbido durante más de veinte años.
El resto, como suele decirse, es historia.
El libro agotó sus ejemplares el mismo día de su
publicación y desde entonces, las nuevas ediciones literalmente volaron
de los estantes de la librería. El éxito comercial de “El origen...” se
debió a una feliz casualidad; el crítico de libros científicos de The
Times enfermó y le sustituyó en el puesto el zoólogo TH Huxley (el
abuelo del autor de “Un mundo feliz”) que había quedado fascinado por la
idea de la selección natural y que en adelante, llenó las páginas del
periódico de reseñas y comentarios elogiosos a la obra de Darwin.
La repercusión mundial de “El Origen de las especies” fue
sencillamente espectacular. Se sucedieron los acalorados debates en los
círculos científicos de todo el mundo, entre los jóvenes biólogos
darwinistas y los representantes del viejo stablishment científico. Karl
Marx ofreció dedicarle a Darwin la edición en lengua inglesa de El
Capital, a lo que este se negó con educación. Polémicas sangrientas,
excomuniones, y adeptos a la teoría de Darwin, que adquirían tintes de
mártires de una nueva revolución científica.
Pero Darwin no salió de su casa de campo de Kent y toda
la importancia directa que tuvo “El origen de las especies” en su vida
fue que, aparte de los cheques del editor, el libro terminó con la
enfermiza inhibición a publicar sus ideas. En los 23 años que restaron
hasta su muerte vivió relativamente ajeno a la tempestad que había
provocado y publicó diez títulos más de Biología (desde la polinización
de las orquídeas hasta las lombrices) y una Autobiografía, vió crecer a
sus hijos y disfrutó de la compañía y cuidados de su amada y dedicada
esposa Emma.
Un lugar entre los titanesCuando finalmente murió el 19 de abril de 1882, fue enterrado en la abadía de Westminster, junto a Isaac Newton. De esta manera acabaron unidos los dos mayores científicos de la historia de Gran Bretaña,
aunque no deja de ser curioso que en la parcela de suelo más sagrada de
las islas, descansen los restos del que acabó con los milagros en el
mundo físico y había reducido a Dios al papel de creador del Cosmos
(Newton) y Darwin, que no sólo había terminado con los milagros en el
mundo biológico sino también con la creación, despojando a Dios de su
papel de creador del hombre, y al hombre, de su origen divino.
Independientemente de sus trabajos e ideas, lo que más
llama la atención en Darwin, fue su pasión por la verdad, su compromiso
con una causa, su extraordinaria modestia, su aversión a la crueldad y
la injusticia y su bondad sin límites. Además de sus aportaciones a la
ciencia y a la comprensión del hombre, la carrera de Darwin constituye
un verdadero estímulo para los que no consiguen encajar en nuestro
decrépito e ilógico sistema educativo. Demostró con su ejemplo que la
curiosidad y la iniciativa, la honradez meticulosa y la amplitud de
miras son más que suficientes para triunfar en la vida y una condición sine qua non para conquistar nuevos horizontes.
RAMÓN R. CARRERO | MADRID
Jueves, 12-02-09
Jueves, 12-02-09
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