Insistimos: Oración. Solo así podremos discernir qué decir, cuándo decirlo y cómo, qué hacer cuándo hacerlo y cómo.
ORACIÓN. ORIENTACIONES PEDAGÓGICAS
NDC
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La iniciación en la oración siempre ha sido problemática; así lo provoca el carácter particular de los dos sujetos que intervienen en ella. En un extremo, Dios: el Misterio inefable, el Totalmente otro, la Santidad augusta, el Tú eterno..., no comparable con ningún objeto ni con ningún tú de este mundo. En el otro, el hombre finito que encuentra inscrita en su interior la vocación, irrenunciable, de gozar de la compañía amorosa de Aquel que le ha creado para sí. Resuena aquí el famoso aforismo de san Agustín: «nos has hecho para ti y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti». El gozo del encuentro a veces se dilata, porque el hombre confunde, en el deseo de alcanzar la plenitud, caminos y metas.
Nuestro tiempo añade nuevos elementos
a esta problemática. Tanto el secularismo actual, en el que Dios queda olvidado
y los valores religiosos se desprecian, como el subjetivismo individualista del
hombre posmoderno, que le encierra sobre sí, sobre sus propios pensamientos,
sentimientos y proyectos, hacen de la oración y su iniciación un camino
dificultoso, que requiere de los catequizandos nuevas disposiciones y nuevos
acentos para llegar a ser orantes.
I. Elementos constitutivos de la actitud de oración
Heiler, en su
clásica obra sobre la oración, señala tres elementos fundamentales, comunes a la
oración de todas las tradiciones religiosas: «la fe en un Dios vivo y personal»,
«la fe en la presencia real e inmediata de Dios» y «los encuentros dramáticos
entre el hombre y Dios, cuya presencia experimenta»1.
Nosotros, a estos tres elementos, añadiremos un cuarto que consideramos
determinante: la presencia personal del sujeto que ora2.
Presentamos estos cuatro elementos.
a) La fe en Dios,
marco de la actitud de oración. La fe es la disposición fundamental que
acontece en el hombre religioso tras la
presencia y el consiguiente reconocimiento de Dios en su vida. Esta actitud
afecta a la raíz de su persona.
Por la fe, el creyente acepta la condición trascendente de Dios y abandona la
pretensión de constituirse, él o cualquier ser creado, en centro de su vida.
«Para ello, el hombre debe literalmente descentrarse, salir de sí, inaugurar una
actitud extática de reconocimiento de la superior dignidad y absoluta supremacía
del misterio»3 de Dios. Esta disposición
a salir de sí es el corazón de la actitud de fe; y el reconocimiento
reverente de la presencia gratuita de Dios, la otra cara del mismo acto. Por él,
el creyente tiene acceso a la compañía amorosa de Aquel que le ha citado a
establecer una relación de amistad. Esta relación es motivo de gozo y plenitud.
La fe es el marco absolutamente necesario donde alcanza realmente significado el
ejercicio de la oración. Cuando la actitud de fe en el Dios vivo y personal
acontece, inmediatamente la conciencia creyente lo expresa en el uso incipiente
de invocar a Dios y hacer oración (cf AG 13; RICA 15).
b) La presencia real de Dios vivida desde la fe. «Quien ora lo hace
delante de Dios». En efecto, Dios, aceptado previamente por la fe, en la oración
se hace presencia cercana e inmediata, requiriendo nuevamente la acogida
del orante. La oración brota, a veces, porque la presencia de Dios se impone;
otras veces porque el creyente lo invoca y lo espera en silencio; pero siempre
porque Dios aparece como el Tú que, aun siendo trascendente, en su
infinita libertad y amor se aproxima rompiendo la barrera infranqueable que le
separa del hombre.
El cristiano tiene certeza de esta presencia misericordiosa de Dios, porque
tiene la promesa de Jesús, el Hijo de Dios, de estar con sus discípulos hasta el
fin de los tiempos (Mt 28,26) y la confirmación de que el Padre está en lo
secreto escuchando la plegaria de sus hijos, antes de que llegue a la boca (Mt
5,5-8). El verdadero orante es el que aprende a no confundir la presencia de
Dios, totalmente otro, con la proyección de sus deseos.
c) La presencia real del sujeto que ora. Este
elemento también es constitutivo en la oración, y nunca se le debe dar por
supuesto. La oración es un encuentro personal; para que acontezca es necesario
que realmente estén presentes ambos interlocutores. El orante debe estar
presente desde su centro personal, allí donde se encuentra reunida toda su
persona y donde resuenan, en la búsqueda de sentido, todos los acontecimientos y
encuentros personales que acontecen en su vida.
La tradición bíblica habla del corazón o del espíritu del hombre. El hombre que
vive desde la profundidad de su espíritu, deja que el Espíritu de Dios que le
habita (cf Jn 14,17) le constituya en hijo a semejanza de Jesús, Hijo de Dios (cf
Rom 8,15). Sólo dejándose alumbrar como hijo en el Hijo de Dios, por la acción
del Espíritu, es como el creyente puede dirigirse al Padre con la confianza que
da el llamarle Abbá (cf Rom 8,16).
d) El encuentro filial entre Dios y el hombre.
El encuentro oracional, se considere trato de amistad o
expresión de la relación filial del hombre con Dios, siempre es dramático. En él
acontece el «encuentro de dos libertades, la infinita de Dios con la finita del
hombre»4. En su mutua
respectividad, vivida en la intimidad, el orante debe ir desapropiándose de sí
mismo, para abrirse al Tú de Dios, que es la plenitud de su vida. Es necesario,
por tanto, un proceso en el que el creyente vaya entrando libremente en comunión
con Dios. Proceso no reductible a los momentos de plegaria, sino que atraviesa
el conjunto de su vida.
El encuentro oracional está siempre articulado por el amor, a través del cual se
entregan mutuamente los dos interlocutores. Por la oración se actualiza y
fortalece la comunión filial entre Dios y el hombre; comunión transformante para
este y articulada por su obediencia a la voluntad divina. El progreso en el
camino oracional se manifiesta en que el orante va configurando su vida y su
persona a semejanza de Jesús; hasta el punto de decir con Pablo: «ya no vivo yo,
sino que es Cristo quien vive en mí» (Gál 2,20).
II. Claves pedagógicas para iniciar en la oración
Ofrecemos a continuación unas pistas o claves que ayuden al despliegue
pedagógico de los elementos que constituyen la actitud de oración, en el marco
de la catequesis de iniciación cristiana.
a) En torno a la fe en un Dios vivo y personal5.
La fe en un Dios vivo y personal brota a partir de la introducción del
sujeto creyente en el ámbito de lo sagrado o clima religioso, según lo denominan
los documentos catequéticos (cf CC 89; 109). La catequesis facilitará esta
introducción en la medida en que invite al catequizando a vivir en profundidad
toda su existencia. Alcanza la salvación en la medida en que se deja introducir
en el ámbito religioso y acepta por la fe la relación con el Dios vivo y
verdadero manifestado en Cristo Jesús.
La catequesis puede promover esta apertura religiosa del sujeto, su sentido de
trascendencia, a través de una serie de experiencias significativas, cercanas a
la religiosa. Estas «experiencias-cumbres»6
son muy variadas: experiencias de encuentro con la naturaleza, de inmensidad, de
paternidad, los momentos creativos, el ejercicio de la responsabilidad ética, la
contemplación de la belleza. Todas ellas encaran al hombre con el rostro
misterioso de la vida, le dilatan la conciencia y le llevan a trascender su
percepción ordinaria de la realidad. Ante estas experiencias, el hombre no puede
menos de tomar una decisión que le introduzca o no en el ámbito de lo sagrado
que preside la presencia de Dios.
El reconocimiento de la presencia de Dios, su aceptación y el abandono en su
amor, es el segundo momento pedagógico que la catequesis debe afrontar para
poner las bases de la iniciación en la oración. Sólo el establecimiento de una
relación explícita y personal del hombre con Dios hace que aquel atraviese los
límites etéreos de lo sagrado. Esta relación, eje de la propia oración, se
fragua a través de la aceptación de la alteridad del Dios revelado, la
conciencia de su acción libre y amorosa en la vida del creyente a través de su
Hijo, y el deseo de frecuentar su compañía movido por su Espíritu.
b) En torno a la presencia real de Dios. Mientras el orante no reconozca
que está frente a un Tú no puede acontecer la oración. Es necesario
desarrollar en el orante esa conciencia de estar permanentemente en la presencia
de Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo; y su actualización en los actos de
oración. Para que el creyente reconozca la proximidad de Aquel en el que
«vivimos, nos movemos y existimos» (He 17,28), debe aceptar el carácter
trascendente de Dios, manifestado a veces en el sentimiento doloroso de su
aparente ausencia. Para ello la catequesis ha de iniciar al creyente en la
renuncia de los sentimientos, pensamientos, imágenes y conceptos que se hace
de Dios, y fortalecerlo en los momentos en que, lejos de debilitarse la fe
por el silencio de Dios, se va purificando y fraguando. Las actitudes de
renuncia, silencio y escucha están a la base de esta ejercitación.
Más aún, la presencia de Dios no es estática. El Dios cristiano se manifiesta
permanentemente activo a través de la acción de su Hijo resucitado y de su
Espíritu. Dios es quien toma la iniciativa del encuentro. Su presencia depende
sólo de él. El orante, apoyado en esa certeza, debe aprender a disponerse y a
esperar su manifestación. El Padre quiere entregar a su Hijo como signo de amor
a cada uno de sus hijos. En múltiples signos lo manifiesta.
El mismo es
quien abre los ojos de la fe a los creyentes para que se reconozcan queridos y
deseen dar respuesta a través de su propia entrega amorosa. La catequesis debe
crear este clima de gracia, que favorezca el don de la oración en el creyente.
Debe comprender que Dios no está solo frente a él, sino que su Espíritu ora en
él.
c) Respecto a la presencia real del orante. El
hombre, hecho a imagen y semejanza de su creador, a pesar de su pecado, conserva
el deseo de Aquel que le llama a la existencia (cf CCE 2566). Más aún, no
encuentra su descanso hasta alcanzar la compañía de Dios. Pero en este camino
hacia la plenitud, la tendencia hacia el mal, que anida en el corazón del
hombre, se hace presente en múltiples tentaciones. Aquí radica la dificultad de
la oración: el orante se encuentra disperso entre tantos deseos y realidades
idolátricas que reclaman para sí el tratamiento exclusivo de Dios, que le cuesta
trabajo ponerse frente a Dios, su Señor. La catequesis debe procurar
desenmascarar todas las tendencias y reclamos que dividen al catequizando y, con
la ayuda de Dios, facilitarle la tarea de unificación personal.
En este proceso de unidad y hondura en el que se introduce el creyente, caminan
en paralelo la maduración humana y la creyente. En la medida en que el creyente
deja brotar lo más profundo de su persona, su espíritu, verá reflejada, en su
hondón, la imagen de Jesús, esculpida en él por el bautismo, y viceversa. Son
dos momentos distintos, pero que directamente se reclaman si el orante quiere
irse introduciendo en la relación que el Hijo de Dios tiene con su Padre. La
iniciación en la oración no puede prescindir de ninguno de ellos. Este proceso
de personalización y de apertura a Dios exige del creyente un trabajo doloroso
de purificación. La catequesis debe motivar al orante a establecer el «combate
de la oración» (cf CCE 2725-2758). La respuesta al amor de Dios sólo es real si
el creyente hace un esfuerzo ascético por el cual, con la gracia de Dios, se
alumbra a sí mismo y se orienta radicalmente hacia Dios. Este trabajo lento de
purificación ha de estar presidido por el amor, so pena de que el orante se
encierre sobre sí mismo. La decisión valiente de recorrer el camino –«la
determinada determinación»—, la actitud de humildad, el conocimiento propio y la
consiguiente aceptación y la referencia permanente a la misericordia de Dios,
son elementos que nunca pueden faltar.
d) En torno al encuentro filial entre Dios y el hombre. El amor es el eje
de la oración. Ejercicio de amistad teologal, en el que Dios toma la iniciativa
y conduce con su gracia; y en el que el sujeto humano, en acto de fe, se
trasciende a sí mismo y deja que sea el propio Dios quien le vaya introduciendo
en la comunión consigo mismo. El trato filial entre Dios y el hombre, siempre
parte del reconocimiento de que Dios es Padre y la fuente de todo amor. La
catequesis debe ayudar a trabajar en el catequizando el paso de las actitudes
que le hacen sujeto activo frente a los demás y el resto del mundo, a ser
«sujeto pasivo», receptor de la acción generosa de Dios en él. Se trata de
educar al que se inicia en una actitud de negación de sí mismo y de su
protagonismo, para desarrollar actitudes de espera y receptividad. También es
clave la educación de la dimensión afectiva del sujeto; «educar finamente el
mundo de las relaciones personales del orante, catequizando, de tal manera que
se intente superar la relación objetivizante con los otros, para pasar a una
verdadera relación personal»7. No es posible
que el que ora tenga una relación humanizadora con Dios si no tiene dicha
relación con otros hombres.
El criterio de veracidad de la oración será el grado de transformación del
orante. El trato amistoso va haciendo conformes a los amigos. El trato de cada
hijo adoptivo con Dios le hace semejante a su unigénito Jesucristo.
III. Iniciación pedagógica a la oración
La oración, realidad y palabra, vida y pensamiento, nos remite al núcleo más
esencial de nuestra fe: la relación personal con Dios, relación consciente y
explicitada sobre el suelo de la relación permanente y estable, la que se
confunde con la vida, de la que brota y a la que sirve.
Por eso, realidad y palabra no sólo son insilenciables, sino que deben auparse
sobre el candelabro de la conciencia en cualquier proyecto que se precie de
catequético. A fin de cuentas, ¿Dios no se revela para «llamarnos a su compañía»
(DV 2), para hacernos interlocutores suyos? Y la Iglesia instituida por Cristo,
¿no es una comunidad orante8, una escuela de
oración, de trato personal con Dios?
1. LA ORACIÓN DE JESÚS. Nadie puede iniciar a nada si no parte de una
comprensión de la realidad a la que quiere introducir. En el cristianismo, toda
propuesta debe pasar el examen del evangelio, ser confrontada con la praxis y la
palabra de Jesús. En Jesús llega a su cima más alta y alcanza la raíz más
profunda la oración del pueblo orante en el que nació y se formó: la de la
filiación que traspasa su existencia humana y le clava, en armonía única, en la
tierra del dolor y de la esperanza, de la comunión más estrecha con los
hermanos, y en el cielo, su hogar primero y último, de la relación con.el
Padre y el Espíritu. Jesús, «presentó con gran clamor y lágrimas oraciones y
súplicas al que podía salvarle de la muerte, y fue escuchado en atención a su
obediencia; aunque era hijo, en el sufrimiento aprendió a obedecer» (Heb 5,7-8).
El justifica nuestra oración, es la raíz que la alimenta y el horizonte
que la cubre. Debemos orar porque y como él oró.
Jesús oró en comunidad con los creyentes de su Pueblo, y oró en la soledad,
frecuentemente y, de modo señalado, en momentos decisivos de su existencia,
estrechamente conectados con su misión, como no podía ser menos. El Padre
era su Tú de referencia, en quien volcaba su ser, y de quien se sabía
inefablemente acogido: «El Padre me ama», «el Padre está conmigo» (Jn 16,32). El
Padre solo conoce al Hijo, como el Hijo solo conoce al Padre (Mt
11,27).
El «aprendió a orar conforme a su corazón de hombre» (CCE 2599). Y enseñó a orar
en la fe, estrechamente vinculada a hacer la voluntad del Padre, «con audacia
filial» (CCE 2609-2610). Por eso, «no hay otro camino de oración cristiana que
Cristo» (CCE 2664). Aquellos «que se dejan guiar por el Espíritu de Dios» (Rom
8,14), oran cristianamente si entran en la oración de Jesús.
2. LA ORACIÓN DEL CRISTIANO. Entre los dones que el Padre nos otorgó en Jesús
está el que podamos dirigirnos a él como lo hacía el Hijo primogénito:
Abbá, Padre. El Espíritu viene en nuestra ayuda poniendo en nuestros labios
y en nuestro corazón la palabra por la que expresamos la máxima cercanía y la
mayor confianza en la relación con Dios: Padre (Rom 8,26-27). Cercanía,
entrañabilidad y comunión significadas por otro término tan divinamente humano:
amistad. Desde el Antiguo Testamento nos llega el tímido aunque vigoroso apunte:
«El Señor hablaba con Moisés cara a cara, como se habla entre amigos» (Ex
33,11). El autor sagrado pone en boca de Dios: «yo le hablo [a Moisés] cara a
cara» (Núm 12,8). Y Jesús dice a sus discípulos: «Yo os he llamado amigos porque
os he dado a conocer todas las cosas que he oído a mi Padre» (Jn 15,15). «Yo os
digo, amigos míos...» (Lc 12,4).
En la nube de testigos que cubre los siglos de la humanidad y,
particularmente, del Pueblo elegido, en la escuela de orantes, mujeres y
hombres que han disfrutado de una profunda y entrañable relación de comunión con
Dios, las vivencias son en su esencia las mismas, comunicadas según carisma y
dotes naturales. A una mujer le ha correspondido acuñar la definición de la
oración como amistad. Escribió Teresa de Jesús: «no es otra cosa oración
mental..., sino tratar de amistad, estando muchas veces tratando a solas con
quien sabemos nos ama» (Vida 8, 5). Amistad significa vida
teologal, comunión interpersonal entre Dios y el creyente. «Se entra en la
oración... por la puerta de la fe», que alimenta la esperanza y que «saca todo
del amor con el que somos amados de Cristo y que nos permite responder amando
como él nos ha amado» (CCE 2656-2658).
Juan de la Cruz presenta la oración como fruto natural de la vida
teologal, a la que alimenta a su vez. Baste esta expresión: «no llevando el alma
en la oración otro arrimo sino la fe, la esperanza y la caridad» (Dichos de
luz y amor, 118). Y de Dios dice que «sólo mira [a] la fe y pureza de
corazón del que ora» (Subida del Monte Carmelo III, 36, 1).
Vincular la oración a las virtudes teologales, o expresarla con el término
amistad, es apuntar a muchas cosas de capital importancia que, siquiera
brevemente, conviene señalar:
a) La oración es un don que se concede a todos. Todos somos
nativamente orantes, capaces de orar. «Somos de natural (por naturaleza) tan
rico, que podemos tener conversación no menos que con Dios» (Teresa de Jesús,
Moradas primeras 1, 1, 6). «La persona no se satisface con menos de Dios»
(Juan de la Cruz, Cántico 35, 1). Tanto es esto así que, como escribe el
doctor místico, «la pretensión del alma es la igualdad de amor con Dios, que
siempre ella natural y sobrenaturalmente apetece, porque el amante no
puede estar satisfecho si no siente que ama cuanto es amado» (38, 1).
b) Habiendo recibido este don de la oración, del trato de amistad con Dios,
podemos orar. El trato de amistad con Dios es una posibilidad siempre
abierta. A esto se refiere Teresa de Jesús cuando dice que «la sustancia de la
perfecta oración» consiste «en amar mucho». Y razona: «todos somos hábiles para
amar» (Fundaciones 5,
2), todos podemos vivir la relación con Dios, personalizar
con creciente intensidad el misterio de la Revelación por la que Dios nos llama
«a participar de su vida».
c) Y por amistad o vivencia teologal, la oración se sitúa en el centro de la
vida; es, antes que nada y por encima de todo, una forma de ser, algo
estable, permanente, que se adhiere al ser: «el verdadero amante en toda parte
ama y siempre se acuerda del amado. ¡Recia cosa sería que sólo en los rincones
se pudiese traer oración!» (16). Por amistad, por forma de ser, la oración
requiere, exige desde dentro, tiempos de oración en los que se
viva, de una manera consciente, la relación de amistad; en que nos hagamos
explícita y directamente presentes a Dios, al Amigo. Que serán, por necesidad,
tiempos de soledad, que el amor engendra y crea y que, tantas veces,
comportará el abandono de la actividad habitual, aun aquella motivada y alentada
por el mismo Dios, a través de la que expresamos nuestro empeño porque su Reino
venga, y en la que también se acrecienta y afina nuestra unión con él.
d) Finalmente, la oración-amistad, expresión de vida teologal, tiene en Dios su
protagonista primero y mejor, como quien más y mejor. Tenemos que captar el
fuerte realismo de la confesión teresiana: Dios «con verdad hacía mucha
misericordia conmigo en consentirme delante de sí y traerme a su
presencia; que veía yo, si tanto él no lo procurara, no viniera» (Vida 9,
9). De la confesión pasa a la afirmación doctrinal de alcance universal:
«Por cierto, cuando no hubiera otra cosa de ganancia en este
camino de oración, sino entender el particular
cuidado que Dios tiene de comunicarse con nosotros y andarnos rogando... que nos
estemos con él» (Moradas 7, 3, 9).
IV. Iniciación según santa Teresa y san Juan de la Cruz
Si la oración es ejercicio y vivencia de las virtudes teologales o de la amistad
con Dios, educar para la misma será enseñar a vivir la exigencia de la amistad,
a que las virtudes teologales impregnen la existencia del cristiano. Esto podría
sintetizarse, moviéndonos en la línea de los dos maestros por excelencia de la
oración, en la afirmación siguiente: atenerse a la exigencia de la amistad, que
es guardar todo el corazón para él, o proponerse vivir ante, con, y para él.
Teresa, a raíz de las primeras experiencias psicológicamente negativas de la
praxis de la oración, recuerda y exhorta al aprendiz de oración que se alegre y
consuele pues «sabe le contenta [a Dios] en aquello [en acudir a la oración], y
su intento no ha de ser contentarse a sí, sino a él» (Vida 1 1 , 10). San
Juan de la Cruz se refiere a la misma experiencia cuando escribe a una amiga a
quien acompaña espiritualmente: «¿Qué vida o modo de proceder se pinta ella en
esta vida? ¿Qué piensa que es servir a Dios...?». Y responde: «Sólo vivir en fe
oscura y verdadera, y esperanza cierta y caridad entera» (Cartas
12.10.89; 19).
Centramiento existencial en la persona del amigo y maestro, Jesús. La Madre
Teresa comienza de este modo el
tratadito de oración en el Libro de la Vida: «Hablando ahora de los que
comienzan a ser siervos del amor (que no me parece otra cosa
determinarnos a seguir por este camino de oración al que tanto nos amó)» (11,
1). Ser siervos del amor, personas de un solo amor, que recogen su
existencia en la amistad con Jesús. Se trata de un cambio de condición,
ya que «para ser verdadero el amor y que dure la amistad hanse de encontrar
las condiciones» (Vida 8, 5). La pedagogía teresiana de la oración apunta
decididamente ahí, al cambio de condición. La pregunta es agudamente
certera: «qué tales habremos de ser» (Camino de perfección 4, 1). Y,
siguiendo la imagen del juego del ajedrez, la respuesta correspondiente: hay que
«concertar las piezas»; y para ganar la partida: «no hay dama que así le haga
rendir [a Dios] como la humildad», y «no puedo yo entender cómo haya ni
pueda haber humildad sin amor; ni amor sin humildad; ni es posible estar
estas dos virtudes sin gran desasimiento de todo lo creado» (Camino
24, 2). Sobre estos tres pilares, «virtudes grandes» (Camino
15, 3; 16, 2), «cosas tan necesarias para los que pretenden llevar camino de
oración» (Camino 4, 3), ha construido su enseñanza de la oración: se
necesita ser libre para amar, y libre hace a la persona la verdad. Y esto hay
que asumirlo con «una muy determinada determinación» (Camino 21. 23), que
significa tanto la vigorosa constancia y perseverancia en el camino emprendido
como la gratuidad con que se encara la relación de amistad con Dios.
1. GRATUIDAD. La
relación interpersonal se establece bajo el signo de la gratuidad: «por solo
él». El egoísmo es la amenaza que acecha a la oración y está dentro del orante.
Escribe Juan de la Cruz que «el amor consiste en pasar de sí al Amado»
(Cántico 26, 14), denunciando la facilidad con que identificamos la oración
o, en general, la vida espiritual con el gusto, que se constituye en el movente
de nuestras acciones: «andan arrimados al gusto y voluntad propia, y esto tienen
por su Dios... Piensan estos [orantes] que el gustar ellos y estar satisfechos
es servir a Dios y satisfacerle» (Noche I, 6, 3), «que no se
mueven ni obran por amor, sino por el gusto» (Noche I, 6, 6).
Sobre esto también se pronuncia con decisión Teresa: «es gran negoción comenzar
las almas oración, comenzándose a desasir de todo género de contentos y entrar
determinadas a sólo ayudar a llevar la cruz a Cristo, como buenos caballeros que
sin sueldo quieren servir a su rey» (Vida 15, 11; cf 11, 13;
Carta med. mayo 82; 431, 7). Es la gran crítica que hace a las «almas
concertadas» de las Moradas, crítica a un moralismo mercantilista:
les dice que, no obstante todo su «concierto», «no han obligado a nuestro Señor
para que les haga semejantes mercedes» (III, 1, 8). En Camino había
escrito: «Parece que por justicia quieren pedir a Dios mercedes» (18, 6).
Alaba, por el contrario, el comportamiento de otros «que van por el camino del
amor como han de ir, por sólo servir a su Cristo crucificado» (IV, 2,
10).
a) Determinada
determinación. La profunda reforma interior del egoísmo a la gratuidad, de
la autosuficiencia a la confianza en Dios, del deseo de que Dios haga mi
voluntad a la decisión de hacer la suya (Moradas
III, 2, 6), requiere perseverancia y
«una grande y muy determinada determinación» (Camino 21, 2). Pues el
fruto de la oración no se produce automáticamente, ni de una vez; ni siquiera se
percibe tan fácilmente. No se puede llegar «al agua viva», símbolo de la
contemplación, y que otro recorra el camino. Un camino que, como advierte
Teresa, es difícil radical y fundamentalmente, por la enorme distancia entre la
condición de Dios y la del orante. «No podéis acabar con vos de amarle
tanto, porque no es de vuestra condición; mas viendo lo mucho que os va en tener
su amistad, y lo mucho que os ama, pasáis por esta pena de estar mucho con quien
es tan diferente de vos» (Vida 8, 5). Dios siempre espera: «y le
vais regalando y sufriendo, y esperáis a que se haga a vuestra condición»
(Vida 8, 6).
La resistencia a sufrir un amor gratuito corre pareja a la soberbia por
la que queremos merecerlo. Y la soberbia es el nido donde se incuba la mentira
que aborta toda relación interpersonal que se nutre de la verdad.
b) Perseverancia animosa y confiada. Es constante Teresa en afirmar que
«Dios es amigo de ánimas animosas» (Vida 13, 2), que se abren al
futuro más grande y luminoso por «los grandes deseos». Se apresura a conectar la
animosidad y confianza a la humildad, es decir, a la verdad. Deseos, dice, «con
humildad y ninguna confianza en sí», sino en Dios, que es quien vence nuestra
«cobardía y pusilanimidad» (Moradas I, 1, 10-11). La soberbia y la
autosuficiencia engendran «cobardía» y «amilanan los pensamientos», «apocan los
deseos», «con amparo [pretexto] de humildad», o entendiendo «mal la humildad»
(Vida 13, 2.1.7.3.4).
Deseos que han de resistir la impaciencia de una pureza pronta, y autenticarse
en la espera dolorosa y humilde. Y no abandonar la oración porque no logramos
mejorar la vida; ni escudarnos en la debilidad para tapar conformismos
degradantes.
Los deseos tienen que ir fecundando la vida, y la oración estrechando la fisura
de infidelidad con humilde confianza. Orar y vivir no pueden hacer historias
paralelas, ni menos contrarias. Están llamados a la armonía y fecundación
recíproca. Vida y oración, hermanadas en la sencilla y genial expresión
teresiana: hacer lo que «el Señor nos hace poder» (Camino 16, 6). Salir
al encuentro del tiempo de Dios no es marcarle el tiempo a él.
Estos avisos se abren a la vida, en cuyo corazón la oración germina y crece, y
en la que se revela auténtica, viva. El hoy es, además de escenario
inevitable de la oración, contenido y objetivo primero de la misma9.
«Tan aparejado está este Señor a hacernos merced ahora como entonces», en este
presente, como en el pasado (Moradas V, 4, 6). «Quienes no vieren
lo que ahora hay [grandes mercedes de oración entre las carmelitas], no lo echen
a los tiempos, que para hacer Dios grandes mercedes a quien de veras le sirve
siempre es tiempo» (Fundaciones 4, 5).
2. APRENDIZAJE
CREATIVO. Un buen maestro de oración llamará poco la atención sobre el método, y
menos sobre su método, buscando mucho más despertar la creatividad del
discípulo. Aun aceptando la necesidad o, al menos, la conveniencia de algunas
pautas, tenderá siempre a
relativizarlas, en sí mismas y con relación a cada una de las personas en busca
de su praxis de oración, y a reducirlas numéricamente.
Teresa de Jesús gritó —más que escribió— varias veces que la oración no es
ninguna algarabía, y que a nadie debe «espantar el nombre»10.
La oración es una palpitación o «habilidad natural» del amor que emerge con
espontaneidad, y que se crea sus cauces. La doctora mística nos confiesa que se
encontró orando «sin saber qué era» orar (Vida 9, 4). Frente a los
intelectualistas que ponían la «sustancia» de la oración en «pensar mucho», ella
defendía decididamente que estaba en «amar mucho», razonando que «todos somos
hábiles para amar» (Fundaciones 5, 2; Moradas IV, 1, 7). En esta
misma línea, recordando a una persona «que nunca pudo tener sino oración vocal»,
y que, sin embargo, «tenía pura contemplación», se dirigirá a los teólogos que
sólo aceptan la oración vocal y siembran miedos contra la oración mental,
personal y silenciosa, que «son enemigos de contemplativos», que no piensen «que
están libres de serlo si las oraciones vocales rezan como se han de rezar»
(Camino 30, 7). A todos estos teólogos había dicho antes: «no os entendéis,
y así queréis desatinemos todos, ni sabéis cuál es oración mental, ni cómo se ha
de rezar la vocal, ni qué es contemplación; porque si lo supiereis, no
condenaríais por un cabo lo que alabáis por otro»
(Camino 22, 2).
Supuesto, pues, que «para orar es necesario querer orar» (CCE 2650),
Teresa de Jesús advierte al lector que «ha menester aviso el que comienza, para
mirar en lo que aprovecha más» (Vida 13, 14). Y a los maestros les
dirá que tengan mucho cuidado de no agobiar con más o menos disimuladas
imposiciones y dirigismos: «Yo he topado almas acorraladas y afligidas» porque
estos maestros, «no entendiendo el espíritu, afligen alma y cuerpo, y estorban
el aprovechamiento» (Vida 13, 14).
Sobre este fondo, y dirigiéndose más directamente a quienes «no pueden discurrir
en la oración», les propone «el modo» que le enseñó el Señor, y con el que
confiesa haber hallado «tantos bienes» (Camino 29,
7).
3. ORACIÓN DE
RECOGIMIENTO. Escribe la santa: «Llámase recogimiento, porque recoge el alma
todas las potencias y se entra dentro de sí con su Dios» (Camino 28, 4).
Persona a persona, y dentro.
a) Encuentro en soledad. Ámbito externo y creación
interior, soledad material, que se busca, y soledad interior que se crea, una y
otra redimidas y salvadas por el amor, por la presencia afectiva al Amigo.
Soledad «para saber con quién estoy», y «lo que responde el Señor». «¿Pensáis
que se está callando aunque no le oímos? Bien habla al corazón cuando le pedimos
de corazón» (Camino 24, 4).
b) Atención a la persona del Amigo.
«Mire que le mira» (Vida 13, 22). «No os pido
más que le miréis» (Camino 26, 3). No se trata de discurrir, de «sacar
grandes y delicadas consideraciones», «conceptos». Se trata sólo de tomar
conciencia, de advertir que él está presente, dentro, «mirándome». Tratando de
hacer compañía, me encontraré acompañado. Silenciando mi egoísmo –«no hacer caso
de sí»– para hacerme acogida de
él, emergerá mi mejor yo, también el que necesita la redención que le llegará de
saberse «mirado».
La contemplación silenciosa, de amor, el recogimiento en él, romperá con
suavidad en palabras que harán más denso el silencio y más íntima la
comunicación: «si se os ha enternecido el corazón de verle tal», «os holgaréis
de hablar con él, no oraciones compuestas, sino de la pena de vuestro corazón,
que las tiene él en mucho» (Camino 26, 6). «Palabras del corazón»,
nacidas «de verle tal», no arrancadas del discurso de la razón. El escenario lo
llena el Otro, no el yo, las ideas, los sentimientos del orante.
c) Los medios que se elijan
se valorarán por la fuerza que tengan de evocar, hacer presente la persona de
Jesús, el Amigo. «Mirando se te despertará más el amor», escribe Juan de la
Cruz (Subida III, 35, 8). Refiriéndose al lugar, dirá con fuerza y
claridad: «aquel lugar se ha de escoger donde menos se embarace el sentido y el
espíritu de ir a Dios». Y líneas más abajo: «y por eso es bueno lugar solitario,
y aun áspero, para que el espíritu sólida y derechamente suba a Dios» (Subida
III, 39, 2). Pues de esto se trata: de «estar con él». Así aconseja
la santa: «traer una imagen o retrato de este Señor» «para hablar muchas veces
con él» (Camino 26, 9); «se estén hablando y regalando con él» (Vida
13, 11); o «un libro de romance bueno» (Camino 26, 10), o el
libro de la naturaleza, en la que se halla «memoria del Criador»
(Vida 9, 5).
Y ya que se trata de representar a Cristo, de
hacerse consciente de su presencia, él en persona tiene que ser el lugar
de cita del orante: «traerle
siempre consigo y hablar con él, pedirle para sus necesidades» (Vida 12,
1). Añadirá líneas más abajo que «quien trabajare a traer consigo esta preciosa
compañía y se aprovechare mucho de ella..., yo le doy por aprovechado».
4. Los QUE PUEDEN MEDITAR. Aunque
con más brevedad, también Teresa y Juan
de la Cruz hablan de y a los que pueden meditar. Teresa habla poco porque ella
no estaba en este grupo, y porque sabe que hay literatura buena y abundante11.
También el poeta de Fontiveros se excusa de no detenerse en dar doctrina para
los principiantes, porque «hay muchas cosas escritas» (Camino, pról.
3). Pero ambos dicen lo suficiente. Sintetizo su pronunciamiento al
respecto, valoración y consejos: «es muy provechoso», «muy excelente y seguro
camino» (Vida 11, 11.13). «Es bueno discurrir un rato» (Vida 13,
22); «es admirable y muy meritoria oración» (Moradas VI, 7,
10). La razón es simple: «Dios nos dio las potencias para que con ellas
trabajásemos... no hay para qué las encantar, sino dejarlas hacer su oficio»
(Moradas IV, 3, 8).
El santo insiste en la finalidad de la meditación: «enamorar y cebar el alma por
el sentido» (Subida II, 12, 5. Así también en Llama de amor
viva 3, 32 y en Noche 1, 8, 3: por la meditación «se van
desaficionando de las cosas del mundo y cobrando fuerzas espirituales en Dios»).
Mientras el orante encuentre en los medios de meditación motivo y fuerza
para esto, «muy bueno es» que siga sirviéndose de ellos (Subida III, 24,
4). Sienta el principio a que atenerse: «en tanto que sacare jugo y pudiere
discurrir» (Subida II,
13, 2). «Necesario le es al alma que se le dé materia para que medite y
discurra» (Llama 3, 32). Dios mismo les da gusto en la meditación «porque
con este gusto dejen el otro» (Subida III, 39, 1).
Sin embargo, Teresa de Jesús aconseja moderación, sobriedad: «acertarían en
ocuparse un rato en hacer actos, y en alabanzas de Dios» (Moradas 1,
6). «Acallado el entendimiento..., mire que le mira, y le acompañe» (Vida
13, 22); «sin cansarse en componer razones», y esto aunque «les
parezca que es perdido el tiempo», pues –anota la santa– «tengo yo por muy
ganada esta pérdida» (Vida 13, 11). Juan de la Cruz advierte a los que
meditan, «pensando que siempre había de ser así» (Subida II, 12,
6; cf 17, 6; Llama 2, 14), que la meditación es una etapa pasajera
en el proceso de la oración.
Compara la santa los que pueden meditar y quienes, como ella, están
incapacitados para hacerlo: los primeros «sacan doctrina para defenderse de los
pensamientos [imaginaciones]» (Vida 4, 8); «atapado [ocupado] el
entendimiento, vase con descanso» (Camino 19, 1). Los segundos: «es muy
trabajoso y penoso» modo de proceder (Vida 4, 7); «penosísima
manera de proceder» (Vida 4, 8); «le es necesario» (Vida 4, 8);
pero «llegan más presto a contemplación si perseveran», «en aprovechando
aprovechan mucho, porque es en amar» (Vida 4, 7; 9, 5); «camina
mucho en poco tiempo» (Camino 28, 5). Y aconsejara estos: «es bueno un
libro para presto recogerse» (Vida 9, 5); «conviénele ocuparse mucho en
lección» (Vida 4, 8); además «les conviene más pureza de
conciencia» (Vida 4,
8); «tengan paciencia» (Vida 13, 11).
5. MAESTRO
EXPERIMENTADO. Reiterativos e
insistentes se muestran Teresa y Juan de la Cruz en señalar la importancia del
«maestro experimentado» de oración. Ella, como siempre, nos presenta su
experiencia: no lo halló tan bueno como quisiera aunque lo buscó, asegurando que
«con brevedad» habría superado tantas dificultades «si tuviera maestro» (Vida
4, 6.10). Maestros experimentados y/o «letrados», o también, simplemente,
«tratar con personas que tienen oración», o «que tratan de lo mismo», «para
hacerse espaldas unos a otros» (Vida 7, 20.22).
Juan de la Cruz recuerda a los maestros espirituales que «el principal agente y
guía y movedor de las almas... no son ellos, sino el Espíritu Santo», que «ellos
son sólo instrumentos», cuya misión no es «acomodarlas [las almas] a su modo y
condición propia de ellos, sino mirando por donde las lleva Dios, y si no lo
saben, déjenlas y no las perturben» (Llama
3, 46); les aconseja que tengan sentido de
sus limitaciones, «en caso de tanta importancia..., donde se aventura casi
infinita ganancia en acertar y casi infinita pérdida en errar» (Llama
3, 56). La formación para poder
acompañar en el camino espiritual, en el proceso de personalización del misterio
revelado, sencillamente en la oración, relación personal con Dios, es un
capítulo necesitado de urgente atención en la catequesis del pueblo cristiano.
También aquí los místicos son no sólo los que han levantado su voz sobre las
graves carencias que descubren en la pastoral de la Iglesia, sino los que han
ofrecido geniales y sugestivas pistas para solucionar esas deficiencias.
Pienso que, al respecto, será útil transcribir algunas palabras de san Juan de
la Cruz en el prólogo a Subida.
Comienza diciendo que se pone a escribir «por la mucha necesidad que tienen
muchas almas..., y no pasan adelante..., a veces... por faltarles guías idóneas
y despiertas que las guíen hasta la cumbre». «Padres espirituales» que, «por no
tener luz y experiencia de estos caminos, antes suelen impedir y dañar». Termina
pasando rápida revista a diversos discernimientos equivocados de estos «padres
espirituales» sobre la situación espiritual de algunas personas, diciendo que
«las crucifican de nuevo» (Subida, pról. 3-5; cf Llama 3, 30;
Subida II 12, 3; Noche I, 8, 3). Advirtiendo en otro lugar que
el no saber no les exime de responsabilidad, pues «el que temerariamente yerra,
estando obligado a acertar, como cada uno lo está en su oficio, no pasará sin
castigo, según el daño que hizo. Porque los negocios de Dios con mucho tiento y
muy a ojos abiertos se han de tratar» (Llama 3, 56). Pedagogía y
acompañamiento, o pedagogía permanente, acompañamiento generoso y despierto,
amasado de ciencia y experiencia.
NOTAS: 1. F. HEILER, La prere, Payot, París
1931, 520. — 2. Resulta chocante que F. Heiler no considere, de ningún modo,
este elemento. Tampoco B. Háring, que sigue en este punto a Heiler: cf
Oración, en S. DE FLORES-T. GOFFI (eds.),
Nuevo diccionario de espiritualidad,
San Pablo, Madrid 1991', 1391-1407. — 3. J. MARTÍN
VELASCO, Introducción a la fenomenología de la religión, Cristiandad,
Madrid 1982', 143. — 4. Título del documento de la Congregación de la doctrina
de la fe sobre la oración cristiana: La oración cristiana: encuentro de dos
libertades, PPC, Madrid 1990, 15. — 5. Cf el artículo de J. MARTÍN VELASCO,
La educación de la experiencia religiosa en una sociedad secularizada,
Actualidad catequética 141 (1989) 31-53. — 6. Expresión de A. MASLOW, El
hombre autorrealizado. Hacia una psicología del ser, Kairós, Barcelona 1991'.
– 7. J. M. CASTILLO, Oración y existencia cristiana, Sígueme, Salamanca
1983, 179. – 8. PABLO VI, Discurso de clausura de la 2' etapa del Vaticano II,
en CONCILIO VATICANO II, Constituciones. Decretos. Declaraciones. BAC,
Madrid 1968, 1058 [12]. — 9. Explícitamente se refiere a esto CCE 2659-2660. —
10. «Pensar y entender qué hablarnos, y con quién hablamos, y quién somos los
que osamos hablar con tan gran Señor...; no penséis es otra algarabía, ni os
espante el nombre» (Camino 25, 3). — 11. «Para entendimientos concertados
y almas que están ejercitadas y pueden estar consigo mismas, hay tantos libros
escritos y tan buenos» (Camino 19, 1).
BIBL.: AA.VV., Orar en libertad, Vida religiosa 70 (1991) 332-393;
CASTELLANO J., Pedagogía de
la oración, Biblioteca litúrgica,
Barcelona 1996; CASTILLO J. M., Oración y existencia cristiana, Sígueme,
Salamanca 1983; ESTRADA J. A., Oración: liberación y compromiso de fe. Ensayo
de teología fundamental, Sal Terrae, Santander 1986; GAITÁN J. D.-MARTÍNEZ
J. M., La oración. Reflexión y materiales, Comunidades 75, 21 (1992);
GUERRA A., Oración cristiana. Sociología-Teología-Pedagogía, EDE, Madrid
1984, sobre todo pp. 129-178; HERRÁIZ M., La oración, historia de amistad,
EDE, Madrid 1995'; La oración palabra de un Maestro: san Juan de la Cruz,
EDE, Madrid 1991; La oración, pedagogía y proceso, Narcea, Madrid
1985; MARTÍN R.-AISA F. J., La oración. Fichero de materias, Comunidades
13 (abril-junio 1985).
Juan Carlos Carvajal Blanco
y Maximiliano Herráiz García
y Maximiliano Herráiz García
Tomado de: http://www.mercaba.org/Catequetica/O/oracion.htm
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