En 1895, un niño de 12 años desembarcó en Boston con zapatos desgastados y apenas unas palabras en inglés. Venía desde las montañas del Líbano junto a su madre, dos hermanas y un medio hermano, persiguiendo esperanza, no certezas. Eran pobres, estaban de luto y no conocían este nuevo mundo. En la escuela, se burlaban de él por su acento, lo llamaban “lento” y hasta “sucio” por el color de su piel. Pero sus profesores vieron algo distinto: no era ruidoso, pero sí observador. No hablaba con fluidez, pero dibujaba con el alma y entendía la vida con una madurez asombrosa. Aprendió inglés… y con ello, formó una voz que el mundo jamás olvidaría. Su nombre era Kahlil Gibran. Perdió a su medio hermano, luego a su hermana y finalmente a su madre. Todo en pocos años. Su hermana menor trabajó en una tienda de ropa para que él pudiera estudiar. Ese sacrificio lo marcó para siempre. Más tarde diría: “La palabra más hermosa en los labios de la humanidad es ‘Madre’.” Cuando hablaba del amor, no lo hacía desde la fantasía, sino desde el dolor, la gratitud y la sabiduría ganada a pulso. En 1923 publicó El Profeta, una colección de ensayos poéticos sobre el amor, la libertad, el gozo y el sufrimiento. Se convirtió en un fenómeno global, traducido a más de 100 idiomas, leído en bodas y funerales, y admirado por líderes mundiales, artistas y millones de almas sensibles. Desde Elvis Presley hasta John Lennon y JFK encontraron consuelo en sus páginas. Nunca levantó la voz. Escribió. Y nos dejó esto: “Del sufrimiento han surgido las almas más fuertes; los caracteres más poderosos están marcados por cicatrices.” Hoy, más de un siglo después, sus palabras siguen tocando corazones. Nada mal para un niño al que una vez llamaron “indeseado”.
De la red.
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