El pueblo ya no quería jueces.
Querían un rey.
Tener una figura fuerte.
Una corona. Un ejército.
Un trono visible.
Eso es 1 Samuel.
El inicio del conflicto entre obediencia y ambición.
Dios accede.
Pero advierte:
“El rey les tomará hijos, campos, fuerza y alma.”
Aun así, eligen.
Y entonces viene Saúl: alto, imponente, elegido… pero inseguro.
Comenzó humilde, pero la ansiedad de controlar lo llevó a desobedecer.
A querer hacer lo que le tocaba al profeta.
A querer agradar al pueblo más que a Dios.
Y cuando el alma se desordena,
la unción se apaga.
Entonces aparece David.
Un joven pastor.
Sin espada, sin nombre… pero con algo que no se ve:
un corazón alineado.
Mientras Saúl buscaba aplausos,
David buscaba la presencia.
Mientras uno se ocultaba del enemigo,
el otro se ofrecía con una honda y cinco piedras.
1 Samuel es eso:
un duelo entre el ego y la obediencia.
Entre el que tiene corona,
y el que tiene corazón.
Y al final, no gana el más fuerte.
Gana el que sabe esperar.
El que no se adelanta.
El que confía aunque aún no lo reconozcan.
De la red.
No hay comentarios:
Publicar un comentario