Nacer, para algunos, es el premio de una batalla brutal que se libra en silencio, en la oscuridad del útero. En ciertas especies de tiburones, como el tiburón toro o el tiburón tigre de arena, el primer aliento no se da al nacer, sino al vencer.
Dentro del vientre materno no hay ternura ni compasión. Los embriones no flotan pacíficamente. Luchan. Compiten. Matan. A medida que se desarrollan, algunos forman antes que los demás un arma letal: dientes afilados. Y con ellos, comienza una masacre silenciosa.
Los más fuertes devoran a sus hermanos no nacidos. Uno por uno. Día tras día. Hasta que solo quedan los más capaces. Los sobrevivientes emergen al mundo ya curtidos en sangre y supervivencia. No son simples crías. Son guerreros.
No hay entrenamiento. No hay aviso. Solo un instinto primitivo que los empuja a ser los primeros y los últimos. La madre no interviene. No puede. Porque esa brutal selección natural ya está inscrita en sus genes.
Así es como nacen estos tiburones. No con ternura, sino con conquista. No rodeados de hermanos, sino sobre sus restos. Porque en su mundo, la vida empieza cuando termina la del otro.
Y así llegan al océano: solos, fuertes, preparados para todo. Porque quien sobrevive al infierno antes de nacer, no le teme a nada.
De la red.
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