“Me pasé 79 años fingiendo que sabía leer… y a los 80, firmé mi primer libro con lágrimas en los ojos.”
Desde niño, la vida no me dio chance de estudiar. A los 6 años ya trabajaba recogiendo café. Cuando llegaban cartas a la casa, yo me las llevaba al pecho como si entendiera algo… pero por dentro me sentía chiquito. Nunca lo dije. Aprendí a disimular, a sonreír, a decir “ya lo leí”, aunque no supiera ni una letra. Pasé mi juventud viendo libros como objetos sagrados… pero lejanos.
A los 70, mi esposa murió. Quedé solo con su foto y una libreta donde escribía cosas que yo nunca supe leer. Un día decidí que ya no podía seguir ignorando ese mundo. Me inscribí en una clase de alfabetización para adultos. Era el más viejo del grupo, y al principio me temblaban las manos cada vez que abría un cuaderno. Pero no falté ni un solo día. Una tarde, leí mi primer párrafo en voz alta… y lloré como niño.
Con el tiempo, empecé a escribir todo lo que había guardado en el alma: historias de campo, de pobreza, de amor, de guerra. A los 80, publiqué mi primer libro: “Las letras que me salvaron”. Me invitaron a una feria de libros… y firmé mi nombre con orgullo. Un anciano campesino que no sabía leer… y que hoy hace llorar a otros con lo que escribe.
“Nunca es tarde para aprender… porque hay cosas que solo el corazón puede escribir cuando la edad ya no pesa, pero el alma sí.”
– Don Ignacio Herrera
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