No es por suerte. Lo pone a prueba.
Arranca una rama del árbol, vuela muy alto… y la deja caer.
Entonces, los machos que quieren conquistarla se lanzan a atraparla.
Uno lo logra. La devuelve con cuidado, de pico a pico.
Ella vuelve a soltarla. Y él vuelve a atraparla.
Así, una y otra vez.
Solo si no falla, ella lo elige.
Porque un día, ese macho no tendrá que atrapar una rama…
sino a su hijo, cuando caiga por el acantilado.
Después, juntos hacen un nido fuerte y alto.
Lo llenan con ramas duras y luego lo acolchan con sus propias plumas.
Allí nacen los aguiluchos.
Y al principio, los papás los cuidan con todo:
Les dan calor, comida, los protegen del sol y del frío.
Pero llega el momento de enseñarles a volar.
Y ahí… todo cambia.
El padre empieza a romper el nido.
Saca las plumas suaves, deja solo las ramas duras.
El hogar ya no es cómodo.
La madre vuela cerca con un pez… pero no se los da.
Solo lo muestra.
Y los aguiluchos chillan. Pero nadie se acerca.
Entonces, uno se atreve a moverse… y cae.
Cae con torpeza por el acantilado.
Pero justo antes de tocar el suelo…
el padre lo atrapa.
Y lo sube de nuevo.
Y otra vez.
Y otra más.
Hasta que, en una de esas caídas…
el aguilucho abre las alas.
Siente el viento.
Y vuela.
Ese día, ya no le dan el alimento en el pico.
Le enseñan a cazar. A defenderse.
A ser libre.
Así crían las águilas.
Con amor, sí…
pero también con esfuerzo, con pruebas, con coraje.
Porque una madre sabia no busca al más bonito, ni al más fuerte.
Busca al que no deje caer a sus hijos.
Y porque el amor no es retener para siempre…
es enseñar a volar.
De la red...
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