A los 50 años, Tolstoi cayó en una profunda depresión. A pesar de su fama, riqueza y nobleza —era conde y reconocido en todo el mundo—, sentía un vacío que nada podía llenar. Descubrió que el dinero, el poder e incluso la salud no eran garantía de felicidad. Observaba a ricos infelices y a enfermos con ganas de vivir. Y él, en medio de todo, se marchitaba por dentro.
Un día cualquiera, caminando por la avenida Afanasevsky, vio a un niño huérfano. Lo llevó a su casa por compasión, y en ese acto, algo cambió. Por primera vez en mucho tiempo, se sintió vivo. Su tristeza se desvaneció al pensar en alguien más que en sí mismo. Desde ese día, abandonó sus lujos y privilegios, se vistió con ropas sencillas y dedicó su vida a los demás.
“No me hables de religión ni de caridad, muéstramelo con tus actos”, decía. Predicó la no violencia, defendió la fraternidad entre los pueblos, y sus ideas inspiraron a Gandhi. Muchos lo llamaron loco. Pero en un mundo obsesionado con poseer, Tolstoi eligió dar.
Un viejo amigo le preguntó una vez: “¿Por qué haces todo esto? ¿Qué te importan los demás?”. Y Tolstoi respondió con una frase inmortal:
“Si sientes dolor, estás vivo. Pero si sientes el dolor de los demás… entonces eres verdaderamente humano.”
De la red.
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