“UN VASO DE BARRO” Jueves 14 de Junio del 2012
Solo la fe, el confiar en la acción de Dios, en la bondad de Dios que no nos abandona, es la garantía de no trabajar en vano.
Benedicto XVI ha hecho un llamamiento a los fieles presentes a orar por los trabajos del 50 Congreso Eucarístico Internacional que está teniendo lugar en Dublín.
Ofrecemos el texto de las palabras del papa.
Queridos hermanos y hermanas:
El encuentro diario con el Señor y la frecuencia a
los sacramentos nos permiten abrir nuestra mente y nuestro corazón a su
presencia, a sus palabras, a su acción. La oración no es solamente el
aliento del alma, sino, para usar una imagen, es también el oasis de paz
en el que podemos sacar el agua que alimenta nuestra vida espiritual y
transforma nuestra existencia. Y Dios nos atrae hacia sí, nos hace subir
a la montaña de la santidad, para que estemos siempre más cerca de Él,
ofreciéndonos a lo largo del camino luz y consuelo. Esta es la
experiencia personal a la que san Pablo se refiere en el capítulo 12 de
la Segunda Carta a los Corintios, en la que quiero detenerme hoy. En
contra de quien impugnaba la legitimidad de su apostolado, él no repasa
tanto las comunidades que ha fundado, los kilómetros que ha recorrido;
no se limita a recordar las dificultades y las oposiciones que ha
enfrentado para anunciar el Evangelio, sino que señala su relación con
el Señor, una relación tan intensa, también caracterizada de momentos de
éxtasis, de contemplación profunda (cfr. 2 Cor. 12,1); por lo que no se
jacta de lo que hizo, de su fuerza, de sus actividades y logros, sino
de la acción que ha hecho Dios en él y a través de él.
Con gran moderación, cuenta el momento en que vive la
experiencia particular de ser arrebatado hasta el cielo de Dios.
Recuerda que catorce años antes del envío de la Carta “fue arrebatado
—así dice—, hasta el tercer cielo” (v. 2). Con el lenguaje y los modos
con que cuenta lo que no se puede pronunciar, san Pablo habla del hecho
incluso en tercera persona; afirma de un hombre raptado al “jardín” de
Dios, en el paraíso. La contemplación es tan profunda e intensa, que el
Apóstol no recuerda el contenido de la revelación recibida, pero tiene
muy presente la fecha y las circunstancias en las que el Señor lo tomó
totalmente, lo atrajo hacia sí, como lo había hecho en el camino de
Damasco en el momento de su conversión (cf. Flp. 3,12). San Pablo añade
que, justamente, para no alzarse en soberbia por la grandeza de las
revelaciones recibidas, él lleva sobre sí un “aguijón” (2 Cor. 12,7), un
sufrimiento, y suplica al Resucitado de ser liberado del enviado del
Diablo, de tal dolorosa espina en la carne. Por tres veces, dice, oró
fervientemente al Señor para que le quite esta prueba. Y es en esta
situación que, en la profunda contemplación de Dios, durante la cual
“oyó palabras inefables que no es permitido a nadie pronunciar” (v. 4),
recibió respuesta a su súplica. El Resucitado le dirige una palabra
clara y tranquilizadora: “Mi gracia te basta; que mi fuerza se realiza
en la flaqueza” (v. 9).
El comentario de Pablo a estas palabras nos puede
dejar sorprendidos, pero revela la forma en que él había entendido lo
que significa realmente ser un apóstol del Evangelio. Exclama así: “Por
tanto, con sumo gusto seguiré gloriándome sobre todo en mis flaquezas,
para que habite en mí la fuerza de Cristo. Por eso me complazco en mis
flaquezas, en las injurias, en las necesidades, en las persecuciones, y
las angustias sufridas por Cristo; pues cuando soy débil, entonces es
cuando soy fuerte “(v. 9b-10), es decir, no hace alarde de sus acciones,
sino de la actividad de Cristo que actúa justamente en su debilidad.
Detengámonos ahora un momento en este hecho que se
produjo durante los años en que san Pablo vivió en silencio y en
contemplación, antes de comenzar a viajar al Occidente para anunciar a
Cristo, porque esta actitud de profunda humildad y confianza frente a la
manifestación de Dios, es fundamental también para nuestra oración y
para nuestra vida, para nuestra relación con Dios y en nuestras
debilidades. En primer lugar, de cuáles debilidades habla el Apóstol?
¿Qué es este “aguijón” en la carne? No lo sabemos y no nos lo dice, pero
su actitud nos hace comprender que todas las dificultades en el
seguimiento de Cristo y en el testimonio de su Evangelio, puede ser
superado abriéndose con confianza a la acción del Señor.
San Pablo es muy consciente de ser un “siervo inútil”
(Lc. 17,10) –no es él quien ha hecho las grandes cosas, es el Señor–,
un “vaso de barro” (2 Cor. 4,7), en el cual Dios pone la riqueza y el
poder de su gracia. En este momento de intensa oración contemplativa,
san Pablo entiende claramente la forma de enfrentar y vivir cada hecho,
sobretodo el sufrimiento, la dificultad, la persecución: cuando uno
experimenta la propia debilidad, se manifiesta el poder de Dios, que no
abandona, no te deja solo, sino que se convierte en apoyo y fuerza. Por
supuesto, Pablo hubiera preferido ser liberado de esta “espina”, de este
sufrimiento; pero Dios dice: “No, eso es para ti. Tendrás la gracia
suficiente para resistir y hacer lo que debe hacerse”. Esto también se
aplica a nosotros. El Señor no nos libera de los males, más bien nos
ayuda a madurar en los sufrimientos, en las dificultades, en las
persecuciones. La fe, por lo tanto, nos dice que si permanecemos en
Dios, “mientras nuestro hombre exterior se va desmoronando –son muchas
las dificultades–, el hombre interior se renueva, madura de día en día
justamente en la prueba” (cfr. V. 16).
El Apóstol comunica a los cristianos de Corinto y
también a nosotros que “el momentáneo, ligero peso de nuestra
tribulación nos procura, sobre toda medida, un pesado caudal de gloria
eterna” (v. 17) En realidad, humanamente hablando, no era ligero el peso
de las dificultades, era gravísimo; pero en comparación con el amor de
Dios, con la grandeza del ser amados por Dios, es ligero, a sabiendas de
que la cantidad de la gloria será incalculable. Así, en la medida en
que crece nuestra unión con el Señor y se intensifica nuestra oración,
también nosotros vamos a lo esencial y comprendemos que no es el poder
de nuestros medios, de nuestras virtudes, de nuestras capacidades lo que
realiza el Reino de Dios, sino es Dios que obra maravillas a través de
nuestra debilidad, de nuestra insuficiencia a lo encomendado. Debemos,
por tanto, tener la humildad para no confiar simplemente en nosotros
mismos, sino de trabajar, con la ayuda del Señor, en la viña del Señor,
confiándonos en Él como frágiles “vasos de barro”.
San Pablo se refiere a dos revelaciones particulares
que han cambiado radicalmente su vida. La primera –lo sabemos–, es la
pregunta sobrecogedora en el camino de Damasco: “Saulo, Saulo, ¿por qué
me persigues? “(Hch. 9,4), una pregunta que le llevó a descubrir y
encontrar a Cristo vivo y presente, y a escuchar su llamado a ser
apóstol del Evangelio. La segunda son las palabras que el Señor le ha
dirigido durante la experiencia de oración contemplativa sobre la que
estábamos reflexionando: “Mi gracia te basta; que mi fuerza se realiza
en la flaqueza”.
Solo la fe, el confiar en la acción de Dios, en la
bondad de Dios que no nos abandona, es la garantía de no trabajar en
vano. Así la gracia del Señor ha sido la fuerza que acompañó a san Pablo
en el enorme esfuerzo por difundir el Evangelio, y su corazón ha
entrado en el corazón de Cristo, haciéndose capaz de dirigir a otros
hacia Aquel que murió y resucitó por nosotros.
En la oración abrimos, por lo tanto, nuestro ánimo al
Señor para que Él venga a habitar en nuestra debilidad, transformándola
en fuerza para el Evangelio. Y es significativo también la palabra
griega con que Pablo describe este habitar del Señor en su frágil
humanidad; utiliza episkenoo, que podemos tomar como “poner su propia
tienda”. El Señor continúa poniendo su tienda en nosotros, en medio de
nosotros: es el misterio de la Encarnación. El mismo Verbo divino, que
vino a morar en nuestra humanidad, quiere vivir en nosotros, plantar en
nosotros su tienda, para iluminar y transformar nuestra vida y el mundo.
La intensa contemplación de Dios experimentada por
san Pablo recuerda aquella de los discípulos en el monte Tabor, cuando,
viendo a Jesús transfigurarse y resplandecer de luz, Pedro le dijo:
“Rabí, bueno es estarnos aquí. Vamos a hacer tres tiendas, una para ti,
otra para Moisés y otra para Elías” (Mc. 9,5). “No sabía qué decir,
porque estaban atemorizados”, añade san Marcos (v. 6). Contemplar al
Señor es, al mismo tiempo, fascinante y tremendo: fascinante, porque nos
atrae hacia él y rapta nuestro corazón hacia lo alto, llevándolo a su
altura donde experimentamos la paz, la belleza de su amor; tremendo
porque pone al descubierto nuestra debilidad humana, nuestra
deficiencia, el esfuerzo para superar al Maligno que amenaza nuestras
vidas, esa espina también clavada en nuestra carne. En la oración, en la
contemplación cotidiana del Señor, recibimos la fuerza del amor de Dios
y sentimos que son verdaderas las palabras de san Pablo a los
cristianos de Roma, donde está escrito: “Pues estoy seguro de que ni la
muerte ni la vida, ni los ángeles ni los principados, ni lo presente ni
lo futuro, ni las potestades, ni la altura ni la profundidad ni otra
criatura alguna podrá separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo
Jesús Señor nuestro”(Rm. 8, 38-39).
En un mundo donde hay el riesgo de confiar únicamente
en la eficiencia y el poder de los medios humanos, en este mundo
estamos llamados a redescubrir y dar testimonio del poder de Dios que se
comunica en la oración, con la que crecemos cada día en configurar
nuestra vida a la de Cristo, el cual –como él mismo dice–, “fue
crucificado en razón de su flaqueza, pero está vivo por la fuerza de
Dios. Así también nosotros: somos débiles en él, pero viviremos con él
por la fuerza de Dios sobre ustedes” (2 Cor. 13,4).
Queridos amigos, en el siglo pasado, Albert
Schweitzer, teólogo protestante y premio Nobel de la Paz, afirmaba que
“Pablo es un místico y nada más que un místico”, en realidad un hombre
verdaderamente enamorado de Cristo y tan unido a Él, hasta poder decir:
Cristo vive en mí. La mística de san Pablo no se fundamenta solo sobre
la base de los acontecimientos extraordinarios que experimentó, sino
también en la cotidiana e intensa relación con el Señor, que siempre lo
ha sostenido con su gracia.
La mística no lo ha alejado de la realidad, por el
contrario, le dio la fuerza para vivir cada día para Cristo y para
construir la Iglesia hasta el fin del mundo en ese momento. La unión con
Dios no aleja del mundo, sino que nos da la fuerza para permanecer de
tal modo, que se pueda hacer lo que se debe hacer en el mundo. Incluso
en nuestra vida de oración podemos, por lo tanto, tener momentos de
especial intensidad, en los cuales quizás, sintamos más viva la
presencia del Señor, pero es importante la constancia, la fidelidad en
la relación con Dios, especialmente en las situaciones de aridez, de
dificultad, de sufrimiento, de aparente ausencia de Dios. Solo si
estamos aferrados al amor de Cristo, estaremos en grado hacer frente a
cualquier adversidad como Pablo, convencidos de que todo lo podemos en
Aquel que nos fortalece (cf. Flp. 4,13). Así que, en la medida de que
damos espacio a la oración, más veremos que nuestra vida cambiará y será
animada por la fuerza concreta del amor de Dios.
Gracias.
Tomado de: http://www.temas.cl/?p=19769
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