
El noble sólo busca la verdad y no se aferra con ciega obstinación a su criterio.
Nada es más digna de admiración en un hombre noble que el saber aceptar e imitar las virtudes de los demás.
El hombre noble conserva durante toda su vida la ingenuidad e inocencia propias de la infancia.
El noble en la práctica se deja guiar por los «li» (costumbres).
El noble promueve lo que tiene de hermoso el hombre, el vil lo que tiene de feo.
No hay nada más patente que lo secreto, ni nada más tangible que lo recóndito; por eso, el noble debe ser cauteloso con respecto a lo que él sólo es para sí.
El noble ante nada en el mundo adopta una actitud cerrada en favor o en contra. Se adhiere únicamente a lo justo. Está para todos y es imparcial. Ante lo que no entiende suspende el juicio. Se caracteriza por firmeza de carácter, pero no por obstinación. Es tratable, pero sin intimar. Es seguro de sí, pero no porfiado.
No puede ser calificado de noble quien desconoce la voluntad del cielo, no puede estar asentado sobre una base firme quien ignora las leyes de las conveniencias («li»); no puede conocer a los hombres quien no entiende de las palabras de ellos.
Si las palabras (términos, conceptos) no son las justas, los juicios no son claros, las obras no prosperan, los castigos resultan desajustados y la gente no sabe dónde poner la mano y el pie. Por eso el noble escoge sus palabras de manera que su empleo no pueda dar lugar a dudas y formula sus juicios de manera que puedan, más allá de toda duda, traducirse en actos. El noble no admite equívocos en lo que dice.
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