Para 1990, Ali ya no era el boxeador que dominaba el ring. Estaba retirado, su cuerpo ya mostraba los efectos de la enfermedad de Parkinson, pero su voz y reputación aún tenían un enorme peso mundial. Cuando Irak invadió Kuwait ese año, Saddam Hussein tomó como rehenes a cientos de extranjeros, utilizándolos como escudos humanos ante posibles ataques militares estadounidenses. Entre ellos se encontraban 15 estadounidenses.
Con la tensión alta y la diplomacia estancada, Ali decidió actuar. A pesar de las objeciones del gobierno estadounidense, que temía que su misión fracasara, abordó un avión con destino a Bagdad. La fama de Ali había trascendido el ámbito deportivo desde hacía tiempo: en Oriente Medio, era admirado no solo como boxeador, sino también como musulmán y símbolo de la resistencia contra el poder occidental. Hussein accedió a reunirse con él.
Durante la reunión, Ali no se presentó como político, sino como ser humano. Su salud se deterioraba, su habla se ralentizaba, pero su sinceridad era innegable. Hussein, quizás buscando publicidad o influenciado por la presencia de Ali, finalmente accedió a liberar a los rehenes estadounidenses.
Ali regresó a casa con los 15 liberados, demostrando que su influencia trascendía el boxeo. Fue uno de los actos de diplomacia privada más extraordinarios de la historia moderna.
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