EL artista contemporáneo se queja, frecuentemente, de que esta sociedad o esta civilización, no le hace justicia. Su queja no es arbitraria. La conquista del bienestar y de la fama resulta en verdad muy dura en estos tiempos. La burguesía quiere del artista un arte que corteje y adule su gusto mediocre.
Quiere, en todo caso, un arte consagrado por sus peritos y tasadores. La obra de arte no tiene, en el mercado burgués, un valor intrínseco sino un valor fiduciario.
Los artistas más puros no son casi nunca los mejor cotizados. El éxito de un pintor depende, más o menos, de las mismas condiciones que el éxito de un negocio. Su pintura necesita uno o varios empresarios que la administren diestra y sagazmente.
El renombre se fabrica a base de publicidad. Tiene un precio inasequible para el p
eculio del artista pobre.
A veces el artista no demanda siquiera que se le permita hacer fortuna. Modestamente se contenta de que se le permita hacer su obra. No ambiciona sino realizar su personalidad.
Pero también esta lícita ambición se siente contrariada. El artista debe sacrificar su personalidad, su temperamento, su estilo, si no quiere, heroicamente, morirse de hambre:
De este trato injusto se venga el artista detractando genéricamente a la burguesía. En oposición a su escualidez, o por una limitación de su fantasía, el artista se representa al burgués invariablemente gordo, sensual, porcino.
En la grasa real o imaginaria de este ser, el artista busca los rabiosos aguijones de sus sátiras y sus ironías.
Entre los descontentos del orden capitalista, el pintor, el escultor, el literato, no son los más activos y ostensibles: pero sí, íntimamente, los más acérrimos y enconados.
El obrero siente explotado su trabajo. El artista siente oprimido su genio, coactada su creación.
Tomado de: https://www.facebook.com/photo/?fbid=880261140771500&set=a.370473228416963
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