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Saludos amigos del blog!!!! Quiero darles la bienvenida a mi humilde aposento cibernético con el cual comparto desde el año 2009 lo que me apasiona en el mundo de las artes, la historiografía, la música, la literatura y la espiritualidad. Y también escritos originales... Pueden accesar a mi música en Spotify, YouTube y a los interesados en mis publicaciones literarias, las pueden adquirir en su librería preferida en Puerto Rico, Amazon, eBay, o escribiéndome. Muchas bendiciones!

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domingo, 30 de noviembre de 2025

Marie Elizabeth Zakrzewska y el primer servicio de ambulancias urbanas modernas.


Nadie en Nueva York olvidó jamás aquella tarde de 1869. Una mujer cruzó la Quinta Avenida corriendo, con su falda recogida y un bolso de cuero apretado contra el pecho. Se llamaba Marie Elizabeth Zakrzewska, tenía 43 años, y mientras la multitud se apartaba para dejarla pasar, todos pensaban lo mismo:

“¿Qué puede hacer una mujer ahí?”

En el suelo, un hombre yacía sin moverse. Un carruaje lo había atropellado. La gente miraba. Comentaba. Señalaba. Pero nadie sabía qué hacer.

Hasta que Marie se arrodilló.

—Háganse a un lado —ordenó, sin elevar la voz.

—¿Señora, está usted loca? —dijo un policía—. No tiene por qué intervenir.

—Si no intervengo yo, él muere —respondió ella, sin pestañear.

Mientras otros dudaban, Marie actuó. Tomó su pulso. Abrió su camisa. Revisó su respiración. Dio indicaciones claras:

—Necesito un carruaje vacío. Y una manta.

Varias personas corrieron a buscar lo que pedía. Marie colocó al hombre con sumo cuidado.

—No lo muevan así —dijo, sujetando el cuello del herido—. Podemos dañarle la columna.

El policía la miraba, confundido.

—¿Quién es usted?

Marie alzó los ojos.

—La mujer que está haciendo lo que usted debería hacer.

Aquel episodio no la dejó tranquila. Esa noche, mientras escribía en su pequeño despacho, no podía borrar la imagen del hombre desvanecido en plena calle.

“Qué barbaridad”, pensó. “Una ciudad con miles de habitantes… y nadie sabe ayudar”.

Marie no era una mujer común. Era doctora. Alemana. Y una pionera que ya había luchado mil batallas para ser tomada en serio. Sabía que en Nueva York la mayoría de los accidentes terminaban en tragedia porque nadie llegaba a tiempo… o porque llegaban, pero sin conocimientos.

“Hay que hacer algo”.

Y esa idea no la soltó.

Dos semanas después, reunió a dos médicos y una enfermera en un pequeño salón del East Side.

—Necesitamos un cuerpo de respuesta rápida —explicó—. Personas entrenadas. Carros adaptados. Material básico. Algo que pueda llegar a cualquier punto de la ciudad en minutos.

Los médicos se miraron.

—¿Una especie de… brigada médica móvil?
—Exacto.

Hubo dudas, críticas, risas.

—Marie, eso sería imposible de financiar.
—Marie, la ciudad no autorizaría algo así.
—Marie, nadie confiará en un sistema inventado por una mujer.

Ella apoyó ambas manos sobre la mesa.

—Pues si la ciudad no lo autoriza, lo empezaremos nosotros. Los que se unan, trabajarán gratis hasta que demostremos que sirve.

Hubo silencio.

Y uno a uno… los tres dijeron:

—Estoy dentro.

El primer “vehículo de emergencia” no era más que un carruaje reforzado, con una camilla rudimentaria y una caja de madera llena de vendas, alcohol y unas pinzas quirúrgicas.

Marie y su equipo entrenaron días enteros: cómo cargar a un herido, cómo detener una hemorragia, cómo inmovilizar fracturas, cómo actuar en pánico.

Pero lo más difícil no fue el entrenamiento.
Fue la reacción de la gente.

—¡Eh, ahí van los locos de la doctora! —gritaban algunos.
—¿Qué es eso? ¿Un circo? —se burlaban otros.

Marie no respondía.
Ella esperaba los hechos.

Y los hechos llegaron.

El primer aviso ocurrió un sábado. Un niño se había caído desde el segundo piso de una vivienda. La gente gritaba en la calle.

El carruaje de Marie llegó en pocos minutos.

—¡A un lado! —gritó ella bajando del vehículo—. ¡Déjenme verlo!

Mientras la madre sollozaba, Marie examinó al pequeño.

—Respira. Tiene pulso. Podemos salvarlo.

Lo inmovilizó con tablas, dio instrucciones rápidas y lo llevaron al hospital.

Sobrevivió.

Ese día, la ciudad entera cambió de opinión.

Lo que empezó como una “locura sin futuro” se convirtió en el primer servicio de ambulancias urbanas modernas. Nueva York adoptó el sistema. Luego, Boston. Después, el resto del país.

Marie nunca buscó reconocimiento.
Solo buscaba que nadie muriera por ignorancia.

Más tarde, cuando le preguntaron por qué insistió tanto, respondió:

—Porque no soporto ver cómo la gente muere rodeada de espectadores. Todos podemos salvar una vida… si alguien se atreve a empezar.

lunes, 24 de noviembre de 2025

"Soy un soldado" - María Orosa

 

María Orosa era una científica filipina que usó su ingenio para engañar al ejército japonés y salvar miles de vidas en su propia tierra ocupada. Nacida en la provincia de Batangas, María viajó joven a los Estados Unidos, donde se graduó como química en la Universidad de Washington.
Aunque podría haberse quedado viviendo el "sueño americano" lejos del peligro, decidió regresar a Filipinas en 1922 con una misión patriótica: enseñar a su pueblo a ser autosuficiente usando los recursos locales. Pero enfrento un gran problema, notó que los tomates fallaban en el suelo filipino, sin embargo los plátanos crecían salvajemente por todas partes, inventando asi el famoso ketchup de plátano, dándole a su nación un sabor propio y libertad económica.
​Pero con la guerra, ese paraíso tropical se tornó en un infierno. Todo cambió en 1941, cuando el Imperio de Japón invadió Filipinas. Manila cayó, y los invasores japoneses encerraron a miles de civiles filipinos y soldados estadounidenses en el campo de internamiento de Santo Tomás, dejándolos morir de hambre.
La familia de María le rogó que dejara la ciudad, ya que tenia la oportunidad de hacerlo, pero ella, de 49 años, se negó a huir a la seguridad de la provincia de Batangas diciéndoles: "Soy un soldado", y se quedó para transformar su ciencia en resistencia.
María, que operaba un laboratorio en la ciudad ocupada, se unió a la resistencia en secreto. Mientras fingía seguir trabajando normalmente bajo la vigilancia enemiga, desarrolló el Soyalac (una bebida proteica de soja) y el Darak (galletas de salvado de arroz ricas en vitaminas).
​De esta forma, ideó un plan para alimentar a todos los que estaban privados de la libertad, una operación brillante y peligrosa. Se trataba de ocultar los alimentos que ella había creado en su laboratorio dentro de cañas de bambú huecas, pada que los carpinteros entraran en la prisión bajo la excusa de hacer reparaciones.
Bambú por bambú, María nutrió a miles de prisioneros, devolviéndoles la vida con los mismos recursos de la tierra que intentaban dominar.
Los soldados japoneses nunca sospecharon que esa mujer filipina estaba manteniendo vivos a los enemigos del imperio bajo sus propias narices. María Falleció en 1945 por la metralla durante la liberación de Manila, sacrificando su vida por defender su hogar y a sus aliados, demostrando que el amor por la patria también se ejerce desde un laboratorio.
​Validación histórica y científica: National Historical Commission of the Philippines (NHCP) - Archivos de María Orosa e Historia de la Resistencia. Este contenido es informativo y educativo.
 
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domingo, 23 de noviembre de 2025

Yo estaba allí - Ruth Coker Burks

 

Cuando los hospitales rechazaban a los pacientes con sida en los años ochenta, ella cruzó la puerta marcada con “No entrar”. Se convirtió en la única familia que decenas de hombres moribundos tuvieron jamás.
En 1984, la crisis del sida arrasaba Estados Unidos, y el miedo era especialmente palpable en los hospitales de las pequeñas ciudades, donde incluso los trabajadores sanitarios se negaban a entrar en las habitaciones de los pacientes.
Ruth Coker Burks era una joven madre soltera de Hot Springs, Arkansas. Estaba visitando a una amiga en un hospital de Little Rock cuando vio algo extraño: una puerta sellada con cinta roja.
Las enfermeras susurraban advertencias. Dentro estaba “uno de ellos”: un hombre con sida. Nadie entraba. Nadie le llevaba comida. Nadie lo tocaba.
Ruth sí.
Entró y encontró a un joven esquelético, solo, aterrorizado. Pesaba menos de 45 kilos, casi indistinguible de las sábanas blancas.
Pidió por su madre.
Ruth habló con una enfermera para pedir el número. La enfermera la miró como si estuviera loca: “Cariño, su madre no va a venir. Lleva seis semanas ahí y nadie ha venido.”
Ruth llamó de todos modos.
La voz al otro lado fue helada: “Murió para mí cuando se volvió homosexual.”
Después, silencio.
Ruth volvió a la habitación. Se sentó a su lado. Le tomó la mano —una mano que nadie más quería tocar, una mano que incluso su propia madre había rechazado.
Durante trece horas permaneció con él, hasta que dio su último aliento.
Ese momento le cambió la vida.
La noticia corrió entre la pequeña y aterrorizada comunidad gay de Arkansas: había una mujer en Hot Springs que ayudaría. Que no tenía miedo. Que no cerraría la puerta.
Más hombres llegaron. O más bien, Ruth los encontró, en hospitales donde las familias preferían decir que sus hijos estaban muertos antes que admitir que tenían sida.
Ruth Coker Burks se convirtió en un sistema de apoyo de una sola persona para los pacientes con sida del centro de Arkansas.
No tenía formación médica. Ni financiación. Ni una organización detrás.
Solo una determinación: que nadie muriera solo.
Llevaba a los pacientes a citas médicas cuando nadie quería transportarlos. Recogía medicamentos —guardaba AZT en su despensa porque muchas farmacias locales se negaban a tenerlo.
Les ayudaba con trámites. Cocinaba para ellos. Se sentaba con ellos en medio del miedo y del dolor.
Y cuando morían —cuando las familias se negaban a reclamar sus cuerpos—, Ruth se aseguraba de que tuvieran un lugar de descanso final.
Su familia tenía parcelas en el cementerio Files, un pequeño cementerio histórico en Hot Springs. Ruth las usó para enterrar a hombres cuyas familias no los querían de vuelta.
Trabajaba con una funeraria para las cremaciones. Luego, ella y su hija pequeña iban al cementerio con un cavahoyos y una pequeña pala. Cavar, enterrar, celebrar un funeral improvisado —porque ningún sacerdote aceptaba hacerlo.
“El número exacto de hombres que enterré ha sido debatido”, recuerda Ruth. “Pero lo que no se discute es que les di un lugar donde descansar.”
El precio fue alto.
Su comunidad la rechazó. Su hija fue marginada en la escuela. Quemaron cruces en su jardín.
Pero los bares gay de Arkansas se unieron para ayudarla. Las drag queens organizaban espectáculos para recaudar dinero, lo suficiente para pagar cremaciones y medicamentos.
Ruth nunca perdió la fe. “Solo perdí la fe en la fe de los demás”, dijo.
Siguió trabajando incansablemente durante finales de los ochenta y hasta mediados de los noventa, hasta que los nuevos tratamientos cambiaron la realidad del VIH.
En 2010 sufrió un derrame cerebral —que ella misma atribuye, en parte, al estrés de aquellos años— y tuvo que reaprender a hablar, leer y escribir.
Pero sobrevivió.
Décadas después, su historia resurgió. En 2015, el Arkansas Times la llamó “El Ángel del Cementerio”. La historia se hizo viral. Le siguieron NPR, CBS, homenajes y un libro: “All the Young Men” en 2020.
En uno de los capítulos más oscuros de la salud pública estadounidense, cuando el miedo y el estigma mataban tanto como el virus, Ruth estuvo ahí.
Entró en habitaciones que otros evitaban. Tocó manos que otros rehusaban. Enterró a hombres cuya existencia otros negaban.
Paul Wineland, un residente de Hot Springs que conoció a Ruth durante la crisis, lo resumió así: “Aquí estábamos prácticamente solos. Yo tenía a Ruth, y eso era todo.”
Eso es lo que importa. Cuando la gente moría sola, aterrada, abandonada por todos los que debían amarlos —Ruth estuvo ahí.
No cambió leyes. No acabó con el estigma. No curó la enfermedad.
Hizo algo más simple y más difícil:
Se quedó cuando todos los demás se fueron.
La llamaron “El Ángel del Cementerio”.
Pero Ruth nunca se vio así.
“Solo necesitaban a alguien,” dijo. “Y yo estaba allí.”
A veces eso es todo lo que hace falta para cambiar el mundo de alguien… o para ayudarlo a dejarlo con dignidad.
 
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"TINAJÓN": UNO DE LOS JUGADORES MÁS GRANDES DEL BALONCESTO PUERTORRIQUEÑO

 

"TINAJÓN": UNO DE LOS JUGADORES MÁS GRANDES DEL BALONCESTO PUERTORRIQUEÑO
Joe
Raúl "Tinajón" Feliciano (1930-2016) es una leyenda del baloncesto puertorriqueño, un jugador pionero que transformó el deporte en la isla y posteriormente se desempeñó como abogado y juez. Nació el 31 de julio de 1930 en Ciales.
"Tinajón", que medía 6', jugaba la posición de centro, es considerado el primer responsable de popularizar masivamente el baloncesto en Puerto Rico en la década de 1950, a tal punto que la liga tuvo que trasladarse a canchas más grandes para acomodar a los fanáticos. Su impacto fue tal que se habla de dos épocas en el baloncesto puertorriqueño: antes y después de "Tinajón".
Su principal arma ofensiva era el gancho de derecha, pero luego también desarrolló el tiro brincado, ejecución que aprendió cuando jugadores de la Universidad de Long Island vinieron a Puerto Rico a foguear.
“Siempre he dicho que el baloncesto se creó para uno tirar solo. Lo que tienes es que buscar la manera de evadir la defensa y tirar solo. Eso era lo que yo hacía. Hacía aguajes de un lado para otro, arriba pa’ abajo, hasta que por fin salía de la defensa y podía tirar solo”, dijo una vez Don Tinajón Feliciano.
Participó con los siguientes equipos;
Gallitos de la UPR 1947–1951, Santos de San Juan
1952–1953, Cardenales de Río Piedras 1954–1956,
y Santos de San Juan 1961, 1963, 1967.
Algunos de sus logros notables fueron;
*Primero en promediar sobre 20 puntos por juego en una temporada en la liga local.
*3 veces Campeón del BSN (1951, 1955-1956).
*6 veces Campeón Anotador del BSN (1948-1952, 1955).
*2 veces Jugador Más Valioso del BSN (1951, 1955).
*Primer jugador en la historia del BSN en anotar 40 o más puntos en un solo partido (anotó 46 puntos el 5 de septiembre de 1949).
*Tinajón finalizó su carrera con 4,719 puntos en 237 partidos para un promedio de 19.9 puntos por juego. Con el Equipo Nacional,
*Participó en los Juegos Centroamericanos y del Caribe de Guatemala 1950 y de México en 1954.
*Recibió ofertas para jugar en la NBA con los New York Knicks y los Baltimore Bullets, las cuales no aceptó, algo que lamentó más tarde.
*Además de su carrera deportiva, Feliciano fue un hombre de estudios. Se graduó en Administración de Empresas y posteriormente como abogado. A los 22 años, se convirtió en uno de los jueces más jóvenes de Puerto Rico.
Murió el 17 de julio de 2016, a los 85 años.
Legado:
El coliseo municipal de su pueblo natal, Ciales, lleva su nombre en su honor. 
 
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sábado, 22 de noviembre de 2025

Max Yasgur y Woodstock 1969.

Cuando se enteró de que sus vecinos nunca volverían a comprarle nada si permitía que los hippies llegaran, Max Yasgur miró a su esposa. Y ella supo, con solo ver sus ojos, que ya había tomado una decisión.
Agosto de 1969. Bethel, Nueva York.
Max Yasgur, un granjero lechero de 49 años, había pasado toda su vida construyendo algo real en las colinas del condado de Sullivan: seiscientas acres de tierra fértil, un rebaño de vacas premiadas y una reputación de hombre justo y buen vecino.
Entonces, un grupo de jóvenes de la ciudad de Nueva York le preguntó si podían usar uno de sus campos para un festival de música.
La reunión del pueblo fue brutal.
Vecinos que conocían a Max desde hacía décadas le dijeron sin rodeos:
“Si permites ese festival, boicotearemos tu granja. Nadie comprará tu leche. Nadie hará negocios contigo. Estás acabado.”
Su esposa, Miriam, lo observó mientras escuchaba aquellas amenazas.
Y vio algo cambiar en él.
“En ese momento supe,” diría más tarde, “que Max iba a hacerlo, sin importar lo que dijeran.”
Max Yasgur era un hombre que se volvía más terco cuanto más lo presionaban.
En lo más profundo de su alma de granjero, creía que los jóvenes tenían derecho a reunirse pacíficamente, aunque tuvieran el pelo largo y escucharan una música que él no entendía.
Cuatrocientas mil personas llegaron a Woodstock.
Pisotearon sus campos.
Derribaron sus cercas.
Dejaron sus pastizales devastados.
Los daños fueron enormes.
Pero durante el festival, ocurrió algo increíble.
Max subió al escenario —un granjero judío de mediana edad, con ropa de trabajo— frente al mayor encuentro juvenil de la historia estadounidense, y dijo:
“Lo que ustedes han demostrado al mundo es que quinientas mil personas jóvenes —y los llamo jóvenes porque tengo hijos mayores que ustedes— pueden reunirse durante tres días de música y alegría, y no tener nada más que eso: música y alegría. ¡Dios los bendiga por ello!”
La multitud le respondió con una ovación de pie que duró varios minutos.
Pero luego vino la realidad.
El servicio postal se negó a atenderlo.
Max tuvo que cambiar su dirección a un pueblo vecino solo para poder recibir su correo —incluidas las notas de agradecimiento y las flores que le enviaron artistas como Jimi Hendrix, Janis Joplin y The Who, agradeciéndole su valentía.
La tienda local lo rechazó.
Amistades de toda una vida se disolvieron de la noche a la mañana.
El 7 de enero de 1970, algunos de sus propios vecinos lo demandaron por los daños que los asistentes del festival habían causado en su propiedad.
Max nunca se echó atrás.
A los periodistas que le preguntaban si volvería a organizar un festival, respondió con calma:
“Hasta donde sé, volveré a mi granja.”
Un año después, recibió 50 000 dólares como compensación por los daños.
No era suficiente para reemplazar lo que había perdido —no los cercos ni el pasto, sino la comunidad que lo había abandonado por negarse a odiar a los jóvenes.
En 1971, Max vendió la granja que había sido la obra de su vida.
Él y Miriam se mudaron a Marathon, Florida, con la esperanza de que un nuevo comienzo aliviara su corazón —el físico, que ya estaba débil, y el metafórico, quebrado por sus vecinos.
El 9 de febrero de 1973, un año y medio después de dejar Nueva York, Max Yasgur murió de un ataque cardíaco. Tenía 53 años.
La revista Rolling Stone le dedicó uno de los pocos homenajes de página completa que ha hecho a alguien que no fuera músico.
Porque Max Yasgur había hecho algo que importaba:
se había interpuesto entre los jóvenes y quienes querían silenciarlos.
Hoy, el Bethel Woods Center for the Arts se alza en ese mismo campo donde 500 000 jóvenes demostraron que la paz era posible.
Desde 1996, miles de personas regresan cada verano al antiguo terreno de Max, para recordar —no solo la música, sino al hombre que la hizo posible.
Sus vecinos pensaron castigarlo dándole la espalda.
No entendieron que Max Yasgur ya había elegido de qué lado de la historia quería estar.
Eligió a los jóvenes con flores en el cabello antes que a los adultos con piedras en el corazón.
Eligió la música antes que el silencio.
Eligió quedarse solo con sus principios antes que unirse a una multitud que le pedía traicionarlos.
Y cuando esas 400 000 almas se levantaron para aplaudirlo en aquella colina embarrada en 1969,
Max Yasgur recibió algo más valioso que la aprobación de sus vecinos:
Recibió la gratitud de una generación que nunca olvidaría al granjero que les dio un campo y les pidió una sola cosa: demostrar que la paz era posible.
Lo hicieron.
Y él también. 
 
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jueves, 20 de noviembre de 2025

El "síndrome de STEPHEN CANDIE".

 

El "síndrome de STEPHEN CANDIE".
Por Jon Kokura.
 
El 2012 se estrenó"Django sin cadenas", de Quintín Tarantino. Un film violento, sanguinario, despiadado y sin perdón sobre la esclavitud en Estados Unidos. Ganó dos premios Oscar de la Academia.
Samuel L. Jackson interpretó a "Stephen" el mayordomo negro del amo blanco Calvin J. Candie (Leonardo DiCaprio)
Y en ese rol de mayordomo rastrero Samuel L. Jackson se hizo odiar y de paso dio identidad a uno de los peores síndromes de la clase obrera; los stephen candies.
Stephen, el negro viejo con privilegios en la plantación del amo Candie.
Privilegios a vestirse con ropas de blancos, tener acceso libre a la cocina y comedor en la mansión del amo.
Y por esos "privilegios" sentirse rubio, blanco y de ojos azules como su amo. Y llevar el apellido de su dueño, no por herencia o amor fraterno, por derecho de propiedad, como una marca de ganado, nada más.
Stephen Candie se cree un Candie y como tal odia a los humanos de su mismo color.
Calvin J. Candie deja que su mayordomo se crea un Candie. Así le es más útil, fiel y servil.
En el film hay una escena emblemática, es la donde el mayordomo se enfurece al ver a un pistolero negro montado a caballo.
--- ¡Amo Candie! ¡Ese negro tiene un caballo!
--- Sí ¿tú quieres un caballo Stephen?
--- ¿Para qué quiero yo un caballo? ¡Lo que yo quiero es que ese negro no lo tenga!
Este breve diálogo entre el esclavo servil y su amo blanco describe con certeza el "síndrome de Stephen Candie". El caballo es una vivienda digna en un barrio digno, educación, salud, un auto, vacaciones, jubilación justa, derechos laborales, etc.
Síndrome de Stephen Candie; aquellos que defienden los privilegios del patrón, más que el mismo patrón.
Sobran los Stephen Candie en la clase trabajadora... Usted los conocen.
Cuando el patrón aparece, corren con un trotecito servil a saludar a su "eminencia". Y lo secundan con una sonrisa idiota por la fábrica, empresa, campo, estancia, obra en construcción. Y son felices si su dueño anda contento, tan felices que si los stephen candies tuvieran cola la agitarían como los perros.
Los stephen candies exprimen a sus pares en nombre del santo patrón. Controlan hasta los horarios para ir al baño a orinar.
Usted los conoce; son aquellos que vuelven a casa y a la hora de cenar, con una sonrisa de oreja a oreja, como si fuera lo mejor que les pasó en el día, suspiran y comentan: "Andaba contento mi patrón hoy".

miércoles, 19 de noviembre de 2025

¿Sabías que las notas musicales nacieron… de un himno religioso?

 


¿Sabías que las notas musicales nacieron… de un himno religioso?
No surgieron en un gran teatro, ni en la mente de un compositor genial entre instrumentos dorados. Su origen está en un canto antiguo, escrito por Pablo el Diácono, dedicado a San Juan Bautista.
Un himno humilde, pero con un secreto escondido en su primera línea:
UT queant laxis
REsonare fibris
MIra gestorum
FAmuli tuorum
SOLve polluti
LAbii reatum
Sancte Ioannes.
Cada verso comenzaba con una sílaba distinta.
Y cuando Guido d’Arezzo, en el siglo XI, buscaba una forma de enseñar música de manera clara y precisa, vio allí un patrón perfecto.
Con esas sílabas creó el sistema que aún usamos para cantar y leer melodías.
Un detalle curioso: originalmente era UT, no DO.
Pero en 1600, Giovanni Battista Doni decidió cambiarlo por DO porque era más fácil de pronunciar, más abierto, más musical.
Así nació el lenguaje universal de la música:
no en un laboratorio, ni en una corte imperial,
sino en un himno medieval que los monjes jamás imaginaron que cambiaría al mundo.
Cada canción que escuchamos hoy todavía lleva un eco de aquel canto antiguo.
 
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El HECHO HISTÓRICO MÁS IMPORTANTE del 19 de noviembre de 1493.


Varias mujeres arawak-taínas, capturadas en Cibukeira (Guadalupe), se escaparon nadando al ver su isla de Borikén. Se lanzaron al mar y huyeron de sus captores.
Según el cronista Diego Alvarez Chanca: "Todo el día, 18 de noviembre estubimos cruzando la costa de eta isla, que las cautivas llaman Burenque. Navegamos unas 100 leguas para luego virar al norte... Cuando una de las noas se acerco a la costa, cuatro cautivas se lanzaron al mar y nadaron media braza" [800 metros].
Según Chanca la huída de las mujeres arahuacas boricuas fue el dato más sobresaliente de la llegada a "Burenquen pues no hubo contacto con ningún nativo en esta isla"
Nadaron nuestras mujeres borinqueñas, hasta la orilla, según Chanca, "media braza", equivalente a 800 metros aproximado de distancia lo que demuestra la habilidad, fuerza y bravura de las taínas borinqueñas.
Estas mujeres arawak-taínas al ser capturadas en Cibukeira (isla de Guadalupe) debieron ser de los yucayeques del oriente borincano de los caciques Jumacao, Daguao, Guayaney o posiblemente de Vieques o AyAy (Santa Cruz)
Algunos marinos de la flota española solo bajaron a buscar agua, de ahí no ocurrió nada importante, no hubo contacto con nadie, y hay evidencia de Colón no bajó del barco, por lo que nunca pisó tierra borinqueña. El hecho más trascendental fue la huída de las taínas.
¿Qué pasó con las otras arawak borincanas capturadas en Cibukeira cuando llegaron a Aytí (La Española? ¡Pues se escaparon con el hermano del cacique Guacanagarí! Al llegar a La Española, las taínas capturadas fueron encerradas y amarradas, donde, por ordenes de Colón, se permitió al hermano del cacique Guacanagarí que las cuidara y le proveyera alimentos. Como ellas hablaban el arahuaco, convencieron al hermano de Guacanagarí que les ayudara a escapar. El hermano de Guacanagarí por la noche llegó con varios guerreros, y sin que los vigilantes soldados españoles se dieran cuenta, rompieron parte del bohío donde estaban las mujeres boricuas, las desataron y se las llevaron. Nunca se supo de ellas... Colón protestó al cacique Guacanagarí por el acto de su hermano, pero el cacique se "lavó las manos" indicando que su hermano era jefe taíno y él no tenía potestad sobre él.
La fecha del 12 de agosto de 1508 cuando Juan Ponce de León llega a Borikén y se entrevista con Agüeybaná, El Viejo, esa fecha ¡Sí! tiene mayor peso histórico que el 19 de noviembre, porque en 1508 es que comienza la colonización real de Borikén.
 
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lunes, 17 de noviembre de 2025

Stephen Bishop

En 1838, mientras era esclavo, un hombre llamado Stephen Bishop hizo algo tan peligroso que su amo pensó que había perdido la razón; entonces descubrió algo que redefiniría todo lo que sabemos del subsuelo.

Cuando se habla de los grandes exploradores de Estados Unidos, se menciona a Lewis y Clark, a Roosevelt, a los intrépidos pioneros con libertad y recursos.

No se imaginan a un joven esclavo de 17 años, sosteniendo una lámpara de aceite temblorosa en las profundidades de la Cueva Mammoth de Kentucky.

Pero Stephen Bishop estuvo allí primero: cartografiando un mundo jamás visto por el ser humano, expandiendo los límites de la ciencia, todo mientras vivía encadenado.

Nacido alrededor de 1821, Stephen fue vendido en su adolescencia a Franklin Gorin, un abogado que había comprado la Cueva Mammoth como atracción turística. Gorin no compró a Stephen por su brillantez, sino por su trabajo. Para guiar a los visitantes adinerados por los pasadizos seguros y conocidos. Para obedecer. Para repetir los mismos caminos eternamente.

Pero Stephen Bishop no estaba hecho para la obediencia.

La cueva lo llamaba. La oscuridad. El misterio. Los lugares inexplorados, más allá del alcance de cualquier llama.

Así que comenzó a explorar por su cuenta. Cada vez más profundo. Memorizando cada recoveco y cada cámara. Cartografiando lo desconocido con tan solo instinto y valentía.

Entonces llegó al Abismo Sin Fondo: un vasto abismo que engullía toda la luz. El final de todo mapa. El lugar donde todos daban la vuelta.

Todos menos Stephen.

Estudió el vacío. Vio tenues pasadizos al otro lado. Y decidió que la cueva no terminaba allí; simplemente esperaba a alguien lo suficientemente audaz como para continuar.

Así que tomó un retoño de cedro, lo despojó de sus ramas, lo apuntó y lo colocó sobre el abismo.

Un delgado tronco. Sobre una oscuridad que parecía infinita.

Lo cruzó.

Un joven esclavo de 17 años, en equilibrio sobre un precipicio mortal que podría haberlo borrado del mundo para siempre; sin embargo, siguió adelante.

Lo que encontró cambió la ciencia estadounidense.

Enormes cavernas nuevas. Túneles interminables. Ríos subterráneos. Peces ciegos. Criaturas moldeadas por la noche eterna. Stephen Bishop no solo descubrió nuevos pasadizos, sino que duplicó el sistema de cuevas conocido en un solo año.

Memorizó cada detalle del subsuelo y luego lo dibujó de memoria a la luz de una lámpara. Su mapa era tan preciso que los espeleólogos modernos aún confían en sus rutas.

Nombró las cámaras: Avenida Gótica. El Río Estigia. Avenida Cleaveland. Nombres extraídos de la literatura que había aprendido a leer por su cuenta, a pesar de que se le había negado la educación.

La noticia se extendió. Científicos, dignatarios extranjeros, turistas adinerados: todos solicitaban a Stephen como guía. No el dueño de la cueva. No los otros guías.

A él.

Explicó la geología. Describió los animales. Comprendía el flujo del aire, el flujo del agua, la estructura y la escala mejor que cualquier científico capacitado.

Fue reconocido —universalmente— como el mayor experto mundial en la Cueva Mammoth.

Pero seguía siendo propiedad.

No podía votar. No podía ser dueño de la tierra que había cartografiado. Ni siquiera podía reclamar legalmente las monedas que los turistas le daban.

En 1856, tras casi dos décadas bajo tierra, Stephen fue finalmente liberado.

Un año después, murió, probablemente de tuberculosis. Tenía solo 37 años.

Pero su legado perduró en la piedra.

La Cueva Mammoth es conocida hoy como el sistema de cuevas más largo del mundo, con más de 640 kilómetros explorados. Stephen Bishop descubrió y cartografió los cimientos de ese conocimiento. Sus rutas aún guían a los exploradores. Su inscripción —«Stephen Bishop»— está grabada en las paredes por visitantes que reconocieron su genio mucho antes que la historia.

En 2019, más de 160 años después de su muerte, fue incluido en el Salón de la Fama de Escritores de Kentucky por el mapa y los escritos que dejó.

Pero su verdadero honor reside en esto:

Cuando hablamos de exploradores estadounidenses, su nombre debería figurar junto al de Lewis y Clark.

Cuando hablamos de los fundadores de la espeleología, Stephen Bishop debería ser el primero en ser mencionado.

Cuando contamos la historia del genio estadounidense, debemos incluir al genio esclavizado que cruzó un abismo que nadie más se atrevió a cruzar.

Stephen Bishop construyó un puente sobre un abismo sin fondo, literal y metafóricamente.

Le negaron la libertad en la superficie, así que la encontró en las profundidades.

Le dijeron que no podía aprender, así que se educó a sí mismo.

Le dijeron que no podía contribuir, así que expandió el mundo conocido.

Le dijeron que tenía límites, así que cruzó el lugar que mejor los simbolizaba.

En 1838, un adolescente esclavizado por ley se adentró en la oscuridad total y regresó con un mapa de maravillas.

Y el mundo sigue su luz.

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“La última de las granjeras de las colinas”

Vivió en silencio durante treinta años, sin electricidad, sin agua corriente, sin otra alma a kilómetros de distancia.
Y cuando Gran Bretaña finalmente la vio, la nación lloró.
Su nombre era Hannah Hauxwell, y durante décadas había sobrevivido sola en un pedazo de tierra helado, en lo alto de los montes de Yorkshire, donde el invierno golpeaba más fuerte que la pobreza, y la soledad era una compañera constante.
Cuando un equipo de filmación llamó a su puerta en 1972, esperaba documentar la dureza de la vida rural.
Lo que encontraron fue algo muy distinto: una mujer que había vivido lo imposible, pero que hablaba de ello con la tranquila dignidad de quien cree que no hay nada extraordinario en lo que ha hecho.
Hannah abrió la puerta de su vieja granja y mostró un mundo detenido en el tiempo.
Un solo fuego de carbón brillaba débilmente en la penumbra; la escarcha se arrastraba por el interior de las ventanas.
Sus manos —ásperas, agrietadas, marcadas para siempre por décadas de trabajo— sostenían una taza de té astillada mientras los recibía.
—“Me las arreglo” —dijo sencillamente—. “Uno simplemente sigue adelante.”
Nació en 1926 en Low Birk Hatt Farm, y creció a 330 metros de altura en uno de los valles más aislados de Inglaterra.
Su familia había trabajado esa tierra durante generaciones.
No había caminos, ni vecinos cerca, y desde luego, ninguna electricidad.
El viento rugía por las colinas con una fuerza capaz de derribar a un niño.
A comienzos de sus treinta años, la tragedia le arrebató a todos los que amaba: su padre, su tío y su madre.
Sola a los treinta y dos años, enfrentó una elección: abandonar la tierra o quedarse y mantener viva la granja familiar.
Se quedó.
No por una devoción romántica hacia la sencillez, sino porque no podía imaginar su vida en otro lugar.
Porque marcharse, en su mente, habría sido rendirse.
Esa decisión significó décadas de dificultades casi inimaginables.
En invierno, dormía con el abrigo puesto porque el fuego no podía calentar las paredes de piedra.
El hielo se formaba en su lavabo.
El agua se congelaba en los cubos.
Para bañarse, debía romper la superficie helada del manantial y cargar el agua, cubo a cubo, hasta la casa.
Ganaba apenas 200 libras al año, apenas lo suficiente para sobrevivir.
Las comidas eran escasas.
Los días, interminables.
Y cuando la nieve llegaba —a veces durante semanas— quedaba totalmente aislada del mundo.
Sin teléfono.
Sin radio.
Sin otro sonido que el viento y su propia respiración.
Y, sin embargo, nunca se quejaba.
—“Nunca estoy sola” —dijo al equipo de televisión—. “A veces me siento sola, pero eso es diferente, ¿verdad?”
Cuando el documental de Barry Cockcroft, Too Long a Winter (Un invierno demasiado largo), se emitió en enero de 1973, veintiún millones de personas lo vieron.
Lo que contemplaron los conmovió: una mujer viviendo como si el tiempo se hubiera detenido en el siglo XIX, soportando en silencio condiciones inimaginables en la Gran Bretaña moderna.
No había melodrama.
No había lágrimas.
Solo Hannah: alimentando el ganado bajo una ventisca, comiendo pan a la luz del fuego, hablando suavemente sobre la vida y la pérdida.
La reacción de la nación fue abrumadora.
Llegaron miles de cartas.
Llovieron donaciones.
Los espectadores enviaron abrigos, comida e incluso propuestas de matrimonio.
Un empresario local organizó la instalación de electricidad en su casa —algo de lo que había vivido sin durante cuarenta y siete años.
Cuando encendió el interruptor por primera vez, sonrió tímidamente y dijo:
—“Es como traer el sol a casa.”
Pero incluso con electricidad, la vida de Hannah no cambió mucho.
Seguía cuidando su ganado, acarreando agua del manantial y remendando su ropa en lugar de comprar nueva.
La atención pública la avergonzaba.
—“Nunca pensé que estaba haciendo nada especial” —dijo—. “Solo hacía lo que había que hacer.”
Durante las dos décadas siguientes, Gran Bretaña la vio envejecer a través de nuevos documentales.
Cada vez, el país se enamoraba de ella de nuevo.
Su voz —suave, humilde, sin pretensiones— transmitía más fuerza que cualquier discurso sobre la perseverancia.
A fines de los años 80, su cuerpo ya no podía seguir el ritmo de la granja.
En 1988, finalmente tomó la decisión que había resistido tanto tiempo: vendió Low Birk Hatt y se mudó a una casita en Cotherstone, a cinco millas de distancia.
Por primera vez en su vida, Hannah tenía calefacción, una bañera y agua corriente.
—“Estoy caliente por primera vez” —dijo, sonriendo entre lágrimas.
La mudanza fue noticia nacional.
Para muchos, se había convertido en símbolo de “la última de las granjeras de las colinas”, un vínculo viviente con una Inglaterra que desaparecía.
En sus últimas décadas, viajó —algo que jamás había imaginado posible.
Conoció a la realeza, visitó Estados Unidos e incluso vio al Papa.
Pero la fama nunca le resultó cómoda.
—“Soy solo Hannah” —decía, siempre modesta, aún con su viejo abrigo y su pañuelo en la cabeza.
Cuando falleció en 2018, a los 91 años, llegaron homenajes de todo el país.
Las necrológicas la llamaron “tesoro nacional”, “símbolo de la resistencia rural” y “el rostro de la Gran Bretaña olvidada”.
Pero detrás de todo ese elogio hay una verdad más profunda:
La vida de Hannah no fue una oda romántica a la sencillez, sino un retrato de la supervivencia.
No resistió para inspirar a nadie.
Resistió porque no tenía otra opción.
Y, al hacerlo, se convirtió en algo atemporal.
Demostró que la dignidad puede vivir sin lujo, que la gracia puede sobrevivir en la dificultad, y que la fuerza no necesita un público.
El mundo la descubrió en 1973 —pero ella había estado allí todo el tiempo, cargando cubos a través de la nieve, invisible, sin quejarse, absolutamente humana.
Como escribió un espectador después de la primera emisión:
“Señorita Hauxwell, nos ha recordado cómo se ve el coraje cuando nadie está mirando.”
Y ese es su verdadero legado:
No la fama, no los documentales, sino el poder silencioso de una mujer que siguió adelante cuando nadie sabía, nadie ayudaba y nadie miraba.
 
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La música de Gordon Lightfoot

Entró en un estudio de Toronto en 1976 con una guitarra de doce cuerdas y el peso de una historia sobre sus hombros. Las luces estaban bajas, el aire olía a café y humo de cigarrillos, y el silencio era denso. Entonces Gordon Lightfoot empezó a tocar.
Una sola toma. Seis minutos.
Una balada sobre veintinueve hombres tragados por el Lago Superior — “The Wreck of the Edmund Fitzgerald.”
La discográfica le rogó que la acortara.
“Demasiado larga para la radio”, dijeron.
Lightfoot negó con la cabeza.
“Ni una palabra.”
Esa negativa lo definió. No perseguía éxitos; perseguía la verdad.
Cada canción que escribió — “If You Could Read My Mind,” “Sundown,” “Carefree Highway” — parecía sencilla, hasta que intentabas escribir una tú mismo. Cada letra tenía la precisión de un cincel de artesano. Tallaba canciones como monumentos de piedra: desgastadas por la honestidad, moldeadas por la empatía.
Venía de Orillia, Ontario, un chico callado que cantaba en el coro de la iglesia, cuya voz se alzaba entre los bancos como la luz atravesando un vitral. Cuando el mundo exterior lo llamó, se fue de casa con una guitarra y un hambre que ningún pueblo pequeño podía saciar. Tocaba donde hubiera espacio — cafés, bares, estaciones de tren — convirtiendo noches frías en música cálida.
En los años 60, mientras otros rugían con canciones de protesta o ruido psicodélico, Lightfoot trazó su propio camino: baladas de lluvia, distancia, arrepentimiento y pequeñas muestras de resistencia que hacen posible una vida. Bob Dylan dijo que era uno de sus compositores favoritos. Johnny Cash lo versionó. Elvis Presley también. Pero Lightfoot se quedó en Canadá.
“De aquí vienen las historias”, dijo. “Y aún me quedan algunas por contar.”
Pero la fama no llega sin sombras.
La botella casi lo destruyó.
Hubo noches que no recordaba, escenarios que no pudo terminar. Una vez se desplomó en medio de una canción, los acordes aún resonando mientras el público quedaba inmóvil. El trovador de Canadá, vencido por sus propias tormentas. Y aun así, se reconstruyó, nota a nota, año tras año.
Luego llegó el invierno más oscuro.
En 2002 sufrió un aneurisma aórtico y cayó en coma. Los periódicos publicaron obituarios antes de tiempo. Sus amigos se despidieron en silencio. Pero la muerte se equivocó ese día. Gordon Lightfoot despertó. Débil, más delgado, pero vivo.
Meses después volvió al escenario. Su voz se quebraba, su cuerpo iba más lento… pero el público se puso de pie como si viera volver a un fantasma. Cantó suavemente al principio, probando su propio aliento. Y entonces el viejo ritmo lo encontró de nuevo.
El poeta de mezclilla había regresado.
Durante seis décadas nunca dejó de hacer giras. Nunca dejó de escribir. Hasta el final, se le podía ver sobre el escenario — el cabello gris bajo el foco, la guitarra brillando como acero antiguo. Sin bailarines, sin pirotecnia. Solo un hombre, su voz y historias que se negaban a morir.
No cantaba para ser famoso. Cantaba para detener el tiempo.
Cantaba por los pescadores perdidos en tormentas, por los amores que no pudieron quedarse, por las largas carreteras y las despedidas breves. Cantaba por todos los que alguna vez miraron por una ventana y sintieron el peso de la distancia.
Cuando murió en 2023, el mundo no perdió una estrella del pop.
Perdió a un guardián de la memoria — un hombre que dio dignidad a la vida cotidiana a través de la canción.
Porque la música de Gordon Lightfoot no trataba de héroes.
Trataba del clima y del trabajo. De la gente que sigue adelante, incluso cuando duele.
Hizo que el viento sonara humano.
Hizo que el silencio se sintiera sagrado.
Y mucho después de que su voz se apagara, los ecos permanecieron:
en el zumbido de un motor, en el vaivén de un barco sobre un lago gris, en la fuerza tranquila de quien se niega a rendirse.
Una vez dijo:
“Las historias están en todas partes… solo hay que escuchar.”
Gordon Lightfoot escuchó.
Y luego, transformó lo que oyó en algo eterno.
 
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La tumba que floreció en esperanza

En 2017, en una zona rural de China, el agricultor Zhang Liyong enfrentó el dolor que ningún padre debería conocer: su hija de apenas dos años estaba muriendo de talasemia grave, una enfermedad que exigía un tratamiento imposible de costear para su familia.
Zhang lo vendió todo. Pidió préstamos. Agotó cada recurso. Y cuando ya no le quedaba nada excepto el amor y la desesperación, hizo algo que estremeció al mundo:
cavó una pequeña tumba.
No para enterrarla, sino —como él dijo— para ayudarla a “acostumbrarse a la mu3rt3” cuando ese momento llegara.
Cada día se sentaba junto a ese hueco en la tierra, en silencio, mientras su hija jugaba entre risas sin comprender el simbolismo que la rodeaba. 
Hasta que un periodista grabó la escena… y esa imagen viajó más rápido que el dolor mismo.
En cuestión de semanas, personas de toda China enviaron donaciones que cubrieron por completo el tratamiento que necesitaba.
Y entonces ocurrió otro milagro.
Zhang y su esposa tuvieron un segundo hijo, y la sangre de su cordón umbilical resultó perfectamente compatible para el trasplante que salvaría la vida de la pequeña.
La niña sobrevivió.
La tumba fue rellenada.
Y en su lugar, Zhang plantó girasoles: altos, luminosos, desafiando la sombra de lo que pudo haber sido. 
Lo que nació como un símbolo de despedida se transformó en un jardín de renacimiento.
Una prueba viva de que, incluso en la noche más oscura, el amor puede encontrar su propio camino hacia la luz.
 
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