A la verdad hay que sumarle mestura para que baje bien y dulzura o sazón para que guste. La verdad es imposible de digerir si no está bien cocinada, y se debe servir en pocas cantidades para que alimente. La verdad no se debe presentar tal cual es, desnuda. Hay que adornarle con las mejores prendas, hay que rociarle con los más ricos perfumes, para que seduzca y logre su cometido saludablemente. El problema con la verdad es que de una forma u otra, a tiempo o a destiempo, sale a la luz porque tiene vida propia, brilla porque es luz, alimenta porque es vida.
Aquellos que siempre andan buscando rastros de la verdad les llaman filósofos. Aquellos que aprenden a manejar el gran peso que conlleva decir la verdad, y aceptan la responsabilidad de compartir sus maravillas les llaman maestros. Aquellos que simplemente la dicen, sin miramientos y sin temor a las consecuencias les llaman locos, proscritos o Profetas. A la verdad, tarde o temprano la tendremos de frente, y nos guste o no le rendiremos cuenta. Citamos a Platón cuando decía que la ignorancia es la semilla de todo mal, así que procura al menos toparte con un maestro para que te sirva de espejo y refleje algo de la verdad no solo a tu intelecto, pero también a tu alma. Es preferible toparse con el maestro primero a toparte con el Profeta. Pero es mejor hallar al Profeta antes que volver a la verdad carente de su esencia.
Platón y la verdad:
Hay que tener el valor de decir la verdad, sobre todo cuando se habla de la verdad.
No hay nadie más odiado que aquél que dice la verdad.
Nunca se alcanza la verdad total, ni nunca se está totalmente alejado de ella.
Son filósofos verdaderos aquellos a quienes gusta contemplar la verdad.
Donde reina el amor sobran las leyes.
Un hombre que no arriesga nada por sus ideas, o no valen nada sus ideas, o no vale nada el hombre.
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